• De Prada muestra que hasta la mujer más prostituida (y haberlas haylas) busca ser amada y no utilizada.
Decíamos ayer, que Juan Manuel de Prada es el novelista católico que nos queda… a los católicos españoles. Habrá que cuidarlo. El Castillo de Diamante, la crónica de un pulso entre Santa Teresa de Jesús y la Princesa de Éboli, es también, una crónica de dos personajes, entre una mujer enamorada (engolfada, asegura De Prada) de Dios y otra enamorada de sí misma. Realmente brillante, pero vamos con los lunares de la obra. En primer lugar, JMDP es un genio a la hora de describir el mal. Lo disecciona hasta el punto de turbar al lector. En su anterior novela, Morir bajo tu cielo, ocurría lo mismo: al parecer la tragedia es fácil (por decir algo), lo difícil es la comedia. En plata, el retrato de Teresa es de notable pero el de Ana Mendoza es sencillamente de matrícula de honor, insuperable. El único punto negro de De Prada es su tendencia a la carnalidad. Hay páginas que pueden herir la sensibilidad, por sexuales o por desesperadas. Al final, te das cuenta de que "lo exigía el guión" pero, caramba, lo pones difícil amigo. Se ha descubierto aquí, además, el autor bilbaíno como un profundo conocedor del alma femenina. Uno contempla a la tuerta más famosa del Reino de Felipe II y concluye que hasta la mujer más prostituida (y haberlas haylas) busca ser amada y no utilizada. De ahí, la envidia que Teresa provoca en Ana. El Castillo de Diamante es una novela con final previsto e inicio inesperado. Pero, sobre todo, es la novela de un pensador, ajeno a ese esteticismo Su fe cristiana y una pluma barroca pero brillantísima, le salva de la superficialidad y el esteticismo de una literatura española decadente. Eulogio López eulogio@hispanidad.com