¿Dónde está
el Rey de los Judíos que ha nacido?
Pues vimos su estrella en el Oriente
y hemos venido
a adorarle

A QUIEN CORRESPONDA... Y SIEMPRE QUE ASÍ LO DESEE

No tengo la menor intención de explicar cómo llegaron a nuestras ma­nos la presente colección de cartas de los Reyes Magos, recibidas a lo largo de nuestra infancia, que, gracias a Dios, fue muy larga. La magia (nosotros siempre hemos preferido llamarla mundo invisible) no se explica, sus beneficiario s no presumen de ella, no desean ser conoci­ dos. Y no por egoísmo. Prefieren, preferimos, guardar para nosotros mismos el tesoro de su mundo escondido, quizás porque en la magia sólo cree quien está dispuesto a creer. El mundo invisible es épico. En él rei na la lealtad, el va lor, la diversión, la amistad, el amor profundo. En él no hay miedo ni prisas, no hay malentendidos ni se conoce el ren­ cor. En él no existe la imaginación, sólo hechos, sólo vida.

El otro, el que llamamos real, es tedioso y aburrido. En él, todo pro lleva un contra, No ha y regalos, sólo compras y ventas. No hay sorpresas, sino deberes, y la gente no mira hacia la línea del horizonte o a las estrellas, sino a los coches, para que no se les lleven por delan­ te. Es un mundo lleno de imágenes, con escasas emociones. Sólo pue­ des ver lo que vives, pero no puedes vivir lo que ves, y mucho menos lo que imaginas. Un horror y una pelmada.

Pero, para que no te pierdas, lector, lo que viene a continuación no es otra cosa que las cartas enviadas por el Rey Mago Melchor a mis hermanos Álvaro y Gabriel, y a mí misma. Me llamo María. En el ama­ necer de cada seis de enero, un nuevo pergamino, siempre amarillo, siempre enredado en una cinta brillante de color azul, aparecía junto a los juguetes de los tres, con una historia. Nada de ficción . A los Magos de Oriente no les gusta la ficción. Sólo los hechos.

Por cierto, la cuestión no es si tú, lector, crees en los. Reyes Magos. El problema es si los Reyes Magos creen en ti.

MARÍA,
portavoz de SS.MM. LOS REYES MAGOS DE ORIENTE
(tan sólo por una vez)

La escuela de los Magos

QUERIDOS MARÍA, ÁLVARO Y GABRIEL:

Muy buena pregunta, la que nos hace el pequeño Gabriel. En efec­to, ¿quiénes somos los Magos de Oriente? ¿Cuál es nuestro ori­gen? Empecemos por el principio. Nosotros procedíamos de Persia, en el sureste de las grandes llanuras mesopotámicas. Es verdad que hemos pasado a la historia, y bien orgullosos estamos de ello, por nuestro viaje a Belén, por nuestra visita al Gran Rey. Pero todo eso no ocurrió por casualidad. Los hombres, al igual que las sociedades, necesitan siglos para aprender las verdades más simples. Es decir, las verdades más importantes. Todos somos hijos de nuestros actos y nietos de nuestra historia. Esa lentitud pedagógica es la que confunde hasta las mentes más despiertas, cuando se asoman a la ventana del pasado.

Para entender lo que pasó con el rey Herodes (sólo lo menciona­ré una vez. Además, no era el rey de los judíos, sino un usurpador al que Roma mantenía en el trono como un satélite que les resulta ba útil) hay que retroceder varios siglos atrás, a nuestros antecesores, la casta de los Magos de Oriente, que se remonta a muchos siglos antes de que Gaspar, Baltasar y yo naciéramos.

Toda la sabid uría de esa escuela de magos, sabios y sacerdotes, todo a un tiempo, no sirvió para aclarar al pueblo persa, y medo-persa lo que la madre del Gran Rey de Belén, Mirian, nos enseñaría en unos minutos, pero sí nos preparó para ello. ¿Para qué? Pues para saber amar. Pero no perdamos el hilo.

Veréis, 600 años antes del nacimiento del Gran Rey, el Imperio ba bilonio se erguía poderoso en todo el mundo conocido. Para entender­ nos, Babilonia domina ba en el territorio que vosotros conocéis, en vues­ tro siglo XX, como Irak, sólo que más grande: domina ba a todos los pue­ blos y razas del Creciente Fértil, desde la India al Mediterráneo. Los cal­ deos, como antes los ninivitas, fueron, a su modo, mucho más poderosos que lo que en vuestro tiempo son los Estados Unidos.

Nabucodonosor, uno de los grandes de la antigüedad, había impuesto una férrea disciplina en toda Mesopotamia. Pero sus sucesores no supieron salvaguardar lo heredado. Sus descendientes apenas se mantenían en el Trono unos pocos meses, e iban siendo asesinados por conspiradores que ocupa ban su lugar sin el menor pudor. La casta sacerdotal se rebeló, y Na bónides, hijo de una poderosa sacerdotisa, alcanzó el trono. Fue el final del Imperio ba bi­ lonio. Pero las manías de Na bónides le granjearon el odio de todos. Más amigo de liturgias que de gobiernos, cada dos por tres desaparecía, para irse a meditar al desierto. Mientras, el Reino se paraliza ba, y las naciones vasallas prepara ban la rebelión . Así fue como los medos y los persas se apoderaron de todo el mundo conocido y crearon un gran imperio y una gran civilización. El nombre que llena esta época es otro de los héroes de la antigüedad : el gran Ciro. Nace así el imperio persa (lo que hoy cono­ céis como Irán) que se extendió hasta África y Europa.

Pero no es Ciro el que nos interesa aquí, sino otro persona je menos poderoso pero más influyente, llamado Zoroastro , el funda dor del Mazdeísmo, la religión que, de una u otra forma, ha pervivido hasta la hora presente, hasta vuestra hora presente, y que, desde luego, llenó todo el mundo antiguo. Zoroastro (un filósofo del siglo XIX le convir­ tió en Zaratustra, a lo mejor os suena más por ese nombr) nació hacia el 660 antes de Cristo y murió, larga vida para aquel entonces, en el 583. Dio un paso de gigante en todo el pensamiento de la época. Hizo que la humanidad avanzara muchos siglos en pocos años.

Cómo os explicaría en que consistió tal avance. La vida existía, pero nadie sabía por qué. Lo que era más importante: nadie se preguntaba el porqué. Desde luego, muy pocos, sólo los más tontos, eran capaces de creer en el poder mágico de los palos de madera que se pinta ban a los bor­ des de los caminos y ante los que la gente se arrodillaba para adorarlos.

Zoroastro nos enseñó que los hombres no podíamos habernos hecho a nosotros mismos, éramos incapaces de explicar por qué existí­ amos, de dónde veníamos.

Sé que a vosotros todo esto os parecen soserías, pero entonces fue un gran avance... y, si lo pensáis un poco, a lo mejor sigue siendo un gran avance en vuestra época.

Sin quererlo, Zoroastro se estaba aproximando al único Dios. Luego divagó un poco, y acabó por defender que ha bía una especie de dios bueno y otro dios malo, lo cual, por cierto, tuvo muchas conse­ cuencias negativas, pero eso ya forma parte de otra historia distinta.

Mucha gente siguió la enseñanzas de Zoroastro. Así se creó una escuela de hombres, que pasa ban por ser los más sabios del mundo. A esa escuela pertenecíamos Gaspar, Baltasar y yo mismo, aunque noso­ tros nacimos 500 años mas tarde.

Con el transcurso de los años, el imperio persa se desmoronó, pero los sucesores de Zoroastro siguieron siendo apreciados por su sabi­ duría en todo el mundo antiguo. Alejandro Magno, el gran conquista­ dor, se interesó por las ha bilidades de nuestros predecesores. No éramos soldados, no ambicioná bamos el poder, así que nadie nos molestaba.

En nuestras época, cuando el Imperio Romano ha bía impuesto su modo de vida en todo el planeta, vivíamos en comunidad, lejos de las ciudades y las aldeas, y aprendíamos muchas cosas: a curar algunas heridas y enfermedades (razón por la cual empezaron a llamarnos magos), algo de matemáticas y mucho más de astronomía. De hecho, la observación de los astros era una de las grandes preocupaciones de la Comunidad.

Creíamos entonces que los movimientos de las estrellas explica­ ban muchas cosas de las vida de los hombres. Por ejemplo, no me pre­ guntéis cómo, pero desde mucho antes que los tres nos convirtiéramos en miembros de la Comunidad, todos estábamos convencidos de que cada personaje importante que venía al mundo debía tener su signo en el firmamento, una nova, una nueva estrella o, al menos, una manifes­ tación particular en el cielo.

Pero no fue por ello por lo que llegamos a Belén. No. Lo que ocu­ rrió es que Gaspar empezó a reparar en un pueblo, un pequeño pueblo, todo hay que decirlo, que, en medio del culto idolátrico, que era lo más habitual en aquel entonces, parecía ir por libre. Era el pueblo jud ío, una antigua sociedad de pastores nómadas que incluso había sido vasallo del Imperio persa , y antes de los asirios, y antes de los ba bilonios .

La verdad es que nunca había sido un pueblo poderoso. Sólo un Rey muy antiguo, llamado Salomón había conseguido ser conocido poco más allá de sus fronteras. Para seros sinceros, para un persa, que podía presumir de poseer una gran historia, aquellos menesterosos no podían ser los únicos depositarios de la Gran Verdad.

Fue Gaspar, a él debemos todo nuestro destino, toda nuestra for­ tuna, quien, obsesionado por aquel pueblo, nos arrastró hacia Judá, en una aventura que nos hizo recorrer todo el Creciente fértil y que nues­ tros compañeros tacharon de locura. Incluso hubo quien propuso expul­ sarnos de la Comunidad, aunque no lo consiguieron.

Cuando ahora lo pensamos, no encontramos lógica a aquella obsesión de Gaspar, pero la tenía. Alguien nos anima ba (y Gaspar nos insistía con encomiable perseverancia ) a que estudiáramos todos lo que sabíamos de aquel pueblo extraño. Porq ue lo cierto es que aquella minúscula raza era la única que creía en un solo Dios. Era, además, un Dios espiritual, quiero decir, que no se podía ver, como los espíritu s del bien y del mal de nuestro maestro Zoroastro. Aquellos hombres mise­ ra bles, sin poder alguno, de apariencia mezquina (conocimos a muchos de ellos en nuestra investigación ), habían llegado más allá que nuestro venerado maestro: no creían en dos dioses, sino en uno solo. Al igual que Zoroastro, habían comprendido que el más poderoso no podía ser un objeto creado por el hombre, sino Aquél que ha bía creado al hom­ bre. Al hombre y a todo lo demás. Los grandes de Roma, los filósofos de Grecia, los sabios de Egipto se ha bían aproximado tímidamente a una serie de nociones que un puñado de malolientes desarrapados, llamados hebreos, defendían con la mayor naturalidad desde la niñez. Era evidente que tenían un secreto y era evidente que alguien se lo ha bía dicho.

Por eso, cuando uno de ellos, descendiente de aquellos hebreos, antiguos vasallos del Imperio persa, confesó que ellos eran "el pueblo elegido", los ojos de Gaspar se abrieron como platos . A partir de entonces, los deseos de conocer personalmente la tierra de Canaán se acrecentaron en nosotros tres. Antes de nuestro viaje hacia el Oeste, creo que ya conocíamos más sobre las escrituras (Sagradas las llama ban ellos) que muchos judíos.

Y entonces apareció aquella estrella. Fugaz, pero, al mismo tiem­ po, permanente. Un extraño fenómeno celeste, que participa ba de las características de una nova, pero cuya razón última se me escapa ba entonces y no nos está permitido desvelar ahora. Gaspar no lo pensó un minuto. Si Baltasar y yo teníamos alguna duda, aquel extraño fenóme­ no del firmamento, que traía de cabeza a toda nuestra comunidad, acabó por decidirnos.

El resto lo conocéis. Las acechanzas de Herodes, el sueño que tuvimos los tres a un tiempo, la misma noche, donde una criatura fuer­ te, que inspira ba todo el respeto del mundo, nos animaba a regresar por otro camino, sin avisar a Herodes ... Mejor dicho, no. Hay algo que no conocéis. Y para nosotros, desde luego, es lo más importante de todo. Estuvimos poco tiempo en la Gruta de Belén con aquel niño maravillo­ so, con su padre, aquel hombre joven y vigoroso, de mirada limpia y ánimo pronto, y con su madre, una jovencísima y menuda hebrea, de ojos negros, profundos, serenos. Quiero decir que aprovechamos el tiempo. Cuando le hubimos entregado nuestros presentes, ha blamos con ellos. En esa conversación, y sobre todo a través de las pala bras de la mujer, llegamos a la meta del conocimiento, y supimos que todos nuestros estudios anteriores no había sido sino preparación, prepara­ ción útil, no os digo que no, pero sólo eso. Con la madre del Rey, en una cueva-establo, comprendimos la razón del universo, toda la sabiduría. Comprendimos por qué Dios resulta a veces tan incomprensi ble. Él se guiaba por una cosa llamada amor. ¡Ahí estaba la clave de todo, en el amor! Os lo voy a traducir a lo bestia: "sólo posees aquello que regalas, incluido la vida. Sólo posees lo que has dado". Fueron pocas pala bras y no pienso contaros la conversación con Mirian y José. La consideramos de nuestra estricta propiedad, aunque es una conversación, una idea, eterna, que todo hombre ha vivido alguna vez (aunque casi ninguno ha tenido el privilegio de oírla de labios de la madre del Gran Rey, je, je). Eso sí, os diré una de las frases: "Dios es amor". Tres palabras que resu­men el secreto del universo. Aquella cueva de Belén fue nuestra escuela, la escuela de los Magos de Oriente.

¿Y acaso se necesita saber algo más para ser feliz en cualquier mundo?

Eso somos nosotros. Unos magos persas que tuvimos la suerte de tomar parte en el gran drama que inaugura la plenitud de los tiempos. Los hay con suerte.

Hasta el próximo seis de enero. Guardadnos nuestro secreto:

SS.MM. MELCHOR, GASPAR Y BALTASAR