Llevo años en la gozosa tarea de discutir con Carlos Díaz Güell –hermano, por cierto, de otro gran periodista, Luis–, ejemplar perteneciente al club de los grandes periodistas de la Transición. Ha escrito “La historia oculta de El Corte Inglés”. También he discutido mucho con Mariano Guindal, de la misma época, quien acaba de publicar sus memorias tituladas “Un hombre con buena suerte”. Y como en Navidades he tenido tiempo, me he metido entre pecho y espalda los dos tomos. Me han enseñado mucho y me he ratificado en más. Dos obras que nada tiene que ver entre ellas, pero que parten de una misma condición.

Ambos autores son dos periodistas de la Transición. Seré misericordioso y sólo adelantaré que ambos me llevan diez años y que, servidor, cuando murió el innombrable, ahora tan nombrado, todavía no había salido del cole.

La Transición de 1978 la hicieron dos tipos de personas: democratacristianos, hoy convertidos casi todos en cristianos de cintura para arriba y demócratas de cintura para abajo, y unos chicos aproximadamente liberales, ora en el sentido europeo, ora en el norteamericano. Hoy todos son demócratas de cintura para abajo y buscan elementos de identidad propios en la parte superior.

En otras palabras, la Transición a la democracia la hicieron los que creían en Cristo y los que sólo creían en dios. No había agnósticos entre los hacedores del tránsito a la democracia, porque, como su mismo nombre indica, agnóstico sólo significa ignorante. Laus Deo.

Tampoco lo hicieron los que no creen en nada y que no son otra cosa que simples idiotas. Y, desde luego, no la izquierda, creyente o no, porque la Transición a la democracia fue cosa de la derecha, que cedió poder. La izquierda lo único que hizo fue recoger ese poder cedido y ejercerlo sin dar las gracias. No sé si tenían derecho o no: lo que digo es que fue lo que hicieron. Güell y Guindal son dos periodistas de la Transición.

Total, que a la gente inteligente, que tienen la mala suerte de no amar a Cristo, les calificaremos como liberales. O derecha progre, si lo prefieren, pero conste que cuando uno no cree en nada, no hace la Transición: simplemente se desespera.

Una generación más preocupada del rigor que de la verdad

Díaz Güell y Mariano Guindal creen en algo. El primero como ideal de la República y el segundo como manual de supervivencia. El error de ambos consiste en pensar que, con la Transición, se creó una especie de religión civil, practicada por seres arcangélicos que, en pro de sus democráticos planteamientos, acceden al cielo de la república aun cuando hayan sido unos auténticos cabrones. Porque la democracia, clemente, todo lo perdona. Y en esto, miren por dónde, el arriba-firmante discrepa de Carlos y de Mariano.

Y con esto también quiero decir, también, que la derecha moderna española hizo la Transición y, una vez hecha, pretendió deificarla. Lo cual resulta un tanto difícil. 

Pues bien, sin mayores concreciones, porque todo lo anterior no aluda ni a Carlos Díaz Güell ni a Mariano Guindal, aunque sí a su época, hablo de dos grandísimos periodistas de la Transición, con la gran virtud de haber hecho la Transición y el gran defecto de haber deificado la Transición, como si la democracia consistiera en fabricar un coche sin preocuparse de ofrecer gasolina.

Por cierto, un nota característica del periodismo de los años ochenta y noventa, una casta hoy ya jubilada o en tertulias (salvo los independientes, esos están marginados), es que estos profesionales de primera división son más amantes del rigor que de la verdad, quizás porque la posesión de la verdad la consideran próxima al fascismo.

La derecha moderna española hizo la Transición y una vez hecha pretendió deificarla. Lo cual resulta tan difícil como estúpido

Y quiero decir también que admiro mucho la independencia de Carlos Díaz Güell y de Mariano Guindal. Los dos la demuestran. El primero en “la Historia oculta de El Corte Inglés”, el segundo en su autobiografía. Dos historias rigurosas como sólo ellos podrían hacerlas. La de El Corte Inglés es una historia oculta, conocida por algunos, no muchos, periodistas económicos y supone –algo que suele fallar en casi todas las informaciones sobre El Corte Inglés– una poderosa descripción de las razones últimas sin las que no pueden entenderse la levantisca historia reciente de los grandes almacenes.

Sé que en la empresa no ha gustado la obra de Carlos, pero les aconsejo que la lean. Merece la pena, porque lo mejor de “la historia oculta de El Corte Inglés”, no son las noticias que nos trae, sino la correcta interpretación de su significado. Y eso resulta una tarea sólo al alcance de los mejores.

“Un hombre con buena suerte” es algo totalmente distinto. La infancia de Guindal en un barrio pobre de Madrid me recuerda la mía en otro barrio marginal de Oviedo, cuando el mayor egoísmo de los poderosos consistía en no valorar, no las posibilidades de los pobres, sino la grandeza de sus sueños. Los ricos siempre han sido muy materialistas. Los ricos filántropos, mucho más.

Ambos son dos volúmenes dignos de ser leídos. Pero tengan cuidado: hablamos de dos grandes periodistas de la Transición. Nunca olviden, por tanto, que se preocupan más del rigor que de la verdad. Fíense de sus exposiciones y desconfíen de sus conclusiones.

Están advertidos.