Soy sincero si digo que quería reflexionar con Vdes. de otra cuestión. Pero pudiendo hacerlo, prefiero recuperar temas que desearía no se olvidaran, o que quedarán reservados para espacios de tranquila meditación, que adentrarme en otros que, siendo de actualidad, por su oportunismo en el tiempo, no dejan de estar demasiado "manoseados". Y siendo ello así, sin embargo, no puedo sustraerme ante determinada frivolidad, fruto de ese mismo oportunismo que me resisto a aceptar. Máxime cuando se trata de asuntos que considero importantes y que, por su proyección, en ocasiones, crean y fomentan tópicos que, en lugar de contribuir a su comprensión, lo único que hacen es generar mayor confusión. No me considero mejor, ni por encima de nadie, pero me molestan mucho las simplificaciones.

En ese contexto de cierta duda intelectual, me ha venido a la mente una reflexión que en su día publiqué, con el mismo título que hoy comparto con los lectores, si bien, en esta ocasión, dando más protagonismo a Juan Pablo II, que a su entonces sucesor, Benedicto XVI.

Es evidente que la Iglesia está de moda. Desde la enfermedad y muerte de Juan Pablo II, se han dicho, y escrito, tantas cosas sobre ella que parece que pudiéramos saberlo todo. Durante unos días, la labor del difunto Papa al frente de la Iglesia fue desmenuzada hasta lo increíble, y los aspectos, que cada uno juzgaba como positivos o negativos de su papado, fueron machaconamente repetidos hasta el aburrimiento. Se decía qué lo había hecho bien, y qué lo había hecho mal o a quién había beneficiado, o favorecido, su política y a quienes pudo perjudicar. Siempre, naturalmente, a juicio de quién lo pretendía argumentar. Pero raramente se explicaba el porqué de ese juicio. La mayoría de los opinantes tuvieron la suerte de que el fallecimiento de Juan Pablo II sólo fue actualidad hasta el momento de sus funerales y entierro. Pasadas las exequias, se fue difuminando el interés mediático por aquél importantísimo jefe de la Iglesia Católica, protagonista incuestionable del siglo XX en Europa y en el conjunto del planeta. Surgieron, por todas partes, tanto fervientes defensores de su labor al frente del Vaticano como detractores que subrayaban, críticamente, un cierto sesgo de conservadurismo que no contribuyó a combatir determinadas desigualdades sociales.

El paso del tiempo hará, está ya haciendo, justicia con la figura de Juan Pablo II. La sociedad actual estará en deuda permanente, con quien contribuyó, decididamente, al final del bloque comunista en Europa. Algunos de sus críticos, se quedaron sólo en la apariencia de su capacidad de comunicación e imagen sin apreciar la hondura de su mensaje y su labor. 

La verdad no depende de nuestras opiniones: tiene vida propia

Relevar a Juan Pablo II, no era tarea fácil. El momento de transformación del mundo de entonces exigía, por un lado, preservar el cambio por él promovido y, por otro, continuar su tarea de evolución y progreso.

Juan Pablo II era el pasado y era ya historia. Y tal y como había sucedido con la muerte de su predecesor, tras el nombramiento de Benedicto XVI, el mediático Cardenal Ratzinger, su figura, su personalidad, su obra y su pensamiento, fueron, intencionadamente, desmenuzados, en la práctica totalidad de los medios de comunicación, nacionales y extranjeros. Y no dudo de que muchos de los entonces comentaristas tuvieron sus particulares argumentos para expresar, con absoluta libertad de pensamiento, sus juicios y opiniones. Y en ese espacio de libertad de opinión y pensamiento, surgieron voces que llevadas por ese oportunismo del momento, acabaron contribuyendo a la difusión de "clichés" y tópicos, tan simplistas como falsos de rigor.

Me refiero a aquellas etiquetas que, sin dar paso al tiempo del análisis reflexivo y hondo, perfilaron tanto al nuevo Papa, como al fallecido. Del "teólogo alemán guardián de la Fe de Roma", como del "mediático polaco, incansable viajero". Del enemigo del relativismo que corrompía la conciencia de la vieja Europa instalada en un aberrante materialismo, o del azote de la ideología comunista.

De aquél elenco de etiquetas, en el caso de Ratzinger, la que más pudo llamarme la atención fue la de "enemigo del relativismo" imperante. A grandes rasgos, esa corriente nos viene a decir que “la verdad”, lo que uno cree “verdad”, depende tanto de su propia consideración, como de quién la realiza. O lo que viene a ser lo mismo, que todo puede llegar a convertirse en relativo y que lo que para uno puede ser verdad absoluta, para otro puede ni siquiera serlo. La teoría es que verdades absolutas y, sobre todo, verdades reconocidas por todos, difícilmente existen. Es más: la verdad no depende de nuestras opiniones: tiene vida propia.

Y es entonces cuando surge la controversia. Sí, la verdad existe, independientemente de que triunfemos o fracasemos a la hora de encontrarla.

Y es entonces cuando entramos en la verdadera esencia de la cuestión. Soy creyente, y creo que Dios existe. Para mí, esa es una "verdad absoluta". Pero siéndolo, ¿puedo llegar a considerarla única? ¿Tengo el derecho, o la obligación de defenderla como exclusiva? ¿Cómo propia y exenta de ningún otro matiz? ¿Puedo aceptar, ante otros, un cierto cuestionamiento de la misma? ¿Debo rechazar debate alguno sobre la existencia, o no, de mi Dios? ¿Cabe interpretar entonces que su existencia fuera fruto del consenso de cada sociedad? De lo que una mayoría pudiera decidir ¿se puede votar a Dios?

Benedicto XVI fue enemigo del relativismo porque sostenía que el “no reconocimiento de nada como cierto” era uno de los males más importantes de la sociedad

Se dice que Benedicto XVI fue enemigo del relativismo porque sostenía que uno de los más importantes males de la sociedad actual es el “no reconocimiento de nada como cierto”. Como consecuencia de ello, al no aceptar nada como cierto, como seguro, la sociedad se vuelve escéptica, duda de todo, de sus valores, sus principales creencias, motor de las conductas del hombre, en particular y de la sociedad en su conjunto. Surge, fruto de ello, una relajación y un sincretismo que difuminan las lindes del territorio del pensamiento, individual y colectivo.

El pensamiento de Benedicto XVI, incontrovertido teólogo, reconocido como tal por defensores y detractores, quiere hacer valer que no todo es "pactable". Que las sociedades, cualquier sociedad tiene que creer en algo. Y, sinceramente, estoy absolutamente de acuerdo.

Nos encontramos, en el momento actual, salvando siempre las diferencias, en una situación parecida con la valoración que se realiza de la obra de Francisco. Se cae de nuevo en la crítica sesgada ideológicamente. En los pronunciamientos no exentos de cierto posicionamiento dogmático, de algún radicalismo fruto de un análisis, para mí equivocado, realizado desde determinadas trincheras ideológicas, que en la mayoría de las ocasiones confunden el liderazgo del Papa con una suerte dudosa de responsabilidad como líder global.

Como demócrata, creo que la democracia es el mejor sistema que puede tener una sociedad para gobernarse, para tomar decisiones. Pero siendo ello así, las sociedades no pueden abstraerse de determinados principios y reglas de comportamiento, de valores, que son, en sí mismos los pilares y la esencia última de las bondades de la democracia. El derecho inalienable a defender cada uno aquello en lo que cree y desearía compartir con los demás. Y es bueno que haya quien tenga las cosas lo suficientemente claras para poder moverse con seguridad en un mundo de culturas, de creencias, e incluso de sentimientos, contrapuestos; es bueno que haya quien sepa defender con argumentos, con altura intelectual, su propia verdad.

“Dios existe, y a Dios, a la “Verdad” absoluta, no se le vota”. Esa creencia, indiscutible durante siglos, y hoy relativizada por muchos, es, sin embargo, la que ha generado todo un sistema de valores, una cultura, un modo de vivir, que nos ha permitido a Europa, entre otras cosas, disfrutar de una democracia generalizada. Una cultura que, afortunadamente, posibilita el cuestionamiento de  todo aquello que otros puedan ver y analizar desde fundamentos igual de legítimos que los nuestros.

No rehuyo el compromiso. Probablemente, con seguridad, ahora, o en el futuro, habrá cosas que no me parezcan, desde mi particular visión de las mismas, acertadas para la sociedad en la que vivo. Pero hoy, aquí, en Europa, me parece muy bien que haya un Papa, Francisco I, dispuesto a defender, y difundir, su verdad.