Cuenta la historia, quizá mejor expresado, una vieja leyenda, que, en el último tercio del siglo XVIII, el ejército prusiano desfilaba al son de unas marchas militares tomadas de un libro de “consideraciones militares” escrito por el Marqués de Santa Cruz de Marcenado. Esta es una vieja cuestión sobre la cual existen discrepancias entre los historiadores de la época. Cuentan también, que el rey de España, Carlos III, admirado por la marcialidad con la que desfilaban aquellos soldados, quiso incorporar música a su tropa, y que el rey de Prusia, Federico II, honrado él por tal reconocimiento y consciente del origen de aquellas partituras, le regaló al monarca español algunas de ellas. Tras ciertos retoques, Carlos III la convirtió, por decreto de septiembre de 1770, en “Marcha de Honor y Real”, adquiriendo pronto gran popularidad. Hoy, esa marcha, con independencia de lo fundado o no de la polémica leyenda, es nuestro himno nacional y desde la promulgación del Real Decreto 1560/1997, está regulado su carácter, texto e interpretación.

Pero curiosamente, y aunque creo que todos lo sabemos y nos hemos dado cuenta, el himno nacional español no tiene letra, no se puede cantar. Que yo sepa, hay tres himnos en el mundo que carecen de letra: el español, el de Bosnia-Herzegovina y el de San Marino. Esa circunstancia, la carencia de texto, ha sido puesta de manifiesto, con determinada desazón, por muchos de nuestros deportistas que lamentan no poder interpretarlo cuando suena en las competiciones deportivas y observan, con emoción como lo cantan y respetan sus competidores. Otra vieja polémica, nunca bien abordada y, derivado de ello, jamás resuelta. Es obvio, que por su origen -marcha militar- no haya tenido nunca letra.

Nuestro himno no tiene letra, igual que los de Bosnia-Herzegovina y San Marino. Es obvio que no tenga letra por su origen: era una marcha militar

A lo largo de la historia, varios han sido los intentos de incorporarle un texto. Recordemos la versión de Pemán. Podría ser interesante hacerlo con la intención de glosar en él los “sentimientos, aspiraciones y espíritu” comunes de la nación española. Y, probablemente, en la España de hoy dicho objetivo sería siempre interpretado como nacionalismo españolista despectivo para con aquellas Comunidades Autónomas que anteponen su “particular nacionalidad” a la del conjunto de los españoles. Subrayan, los que esto estudian que “la importancia de los himnos en todas las épocas y pueblos se manifiesta por la natural tendencia que siempre ha existido de asociar un himno propio a las aspiraciones y espíritu de todo un pueblo”, y que “el himno popular, que encarna los sentimientos de un pueblo es, por ello, religioso y patriótico a la vez”.

No me juzguen precipitadamente, y mal. No obstante, echo en falta una letra para el himno, y tengo encima de la mesa que utilizo para escribir, la bandera europea y la bandera constitucional española. Si tengo la bandera constitucional española encima de mi mesa es porque yo creo que España es una nación, es mi nación con la que me identifico; porque creo que tenemos una irrenunciable historia de importantes valores históricos, religiosos y culturales, forjada en común, para ser un país del que nos deberíamos sentir especialmente orgullosos y satisfechos. Porque la contribución de España al desarrollo de la civilización es indiscutible. Porque su enorme legado cultural en los cinco continentes mantiene hoy su indeleble huella. En esta semana, nuestros Reyes han rememorado nuestro papel en el nacimiento de los Estados Unidos de América.

España es una nación: tenemos una irrenunciable historia de importantes valores históricos, religiosos y culturales, forjada en común

Digo entonces, que creo firmemente en este país. No exento de complejidad, como la gran mayoría de las naciones de la Tierra. Quizá, el déficit democrático de décadas nos esté pasando factura en la actualidad. Somos una sociedad compleja y acomplejada. Dudamos de cuestiones tan elementales como aflorar orgullo al ver izarse nuestra bandera o escuchar el himno nacional. Hemos de superar esas debilidades. Creer en nosotros y en lo que en conjunto, como pueblo, representamos. Y ello ha de comenzar por el respeto a nuestros símbolos nacionales representados por la bandera y el himno de todos. Sin que ello signifique exclusión alguna de ninguna de las otras señas de identidad de la riqueza. Pero aun así es nuestro himno y debemos respetarlo y hacerlo respetar. Sentirnos orgullosos cuando suena aunque no podamos acompañarlo con nuestro canto, como se hace en la mayoría de los países del mundo.

De igual modo no debemos sentir temor por pronunciar la palabra España. Un ejemplo claro es utilizar la frase “La Roja” para referirnos a la Selección española de fútbol. ¿Por qué no la llamamos por su nombre? Parece que tengamos miedo por pronunciar la palabra España y que se nos tache de “fascistas”. Nada más alejado de la realidad. Lo son quienes impiden honrar los signos, quienes actúan desde posiciones y planteamientos excluyentes no exentos de actitudes fascistas. Siento envidia cuando contemplo que ciudadanos de otros países tienen alegría, respeto, honor y sentimiento cuando suena su himno o desfila su bandera, sea en cualquier circunstancia o evento. En un desfile militar honrando su fiesta nacional, o en un acontecimiento deportivo en el que se recibe, u honra, a quien ha resultado vencedor de la competición celebrada. Por el contrario, parece que el Ayuntamiento de Barcelona impide que muchos catalanes, que se sienten igualmente españoles, y seguidores de “La Roja” no puedan disfrutar del juego de su Selección en espacios públicos, como sucede en cualquier ciudad de Europa.

A la Selección de fútbol la llamamos "La Roja"... parece que tengamos miedo por pronunciar la palabra España y que se nos tache de fascistas

Dios mío, ¿qué es España?, se preguntaba Ortega y Gasset en 1914. Muchos españoles se hicieron esa pregunta en el primer tercio del siglo XX. A partir de 1975, durante la Transición a la democracia, surge, de nuevo, la pregunta: Dios mío, ¿qué es España? Y, como entonces, surgen muy diferentes respuestas. Tantas, que, otra vez, resulta imposible llegar a un acuerdo sobre la definición de España. En estos momentos, lo que fuimos solo importa para que, día a día, podamos avanzar hacia lo que queremos ser. Y como es evidente que no lo podemos hacer, que no hay acuerdo para hacer un himno mirando al pasado, sólo nos queda esperar al futuro. Tendremos antes que convencernos de la existencia de una entidad nacional superior y común a todos nosotros y a la que confiramos un texto que sintetice los valores y virtudes que han tejido esa historia común que nos cuesta aceptar.

Me resisto a aceptar que es “libertad de expresión” pitar u ofender los signos de la nación. Pudiendo serlo, para quien se reconozca en esas actitudes, me pregunto si es que en países como Francia no existe esa libertad de expresión cuando la pitada a la “Marsellesa” puede representar la suspensión de un partido de fútbol. Quizá, también en esto, hayamos de esperar a décadas de educación y pérdida de complejos para comprender el respeto a todo aquello que nos representa.