Fernando Grande-Marlaska, uno de nuestros peores ciudadanos, acaba de culminar la barrabasada de ascender al general Santiago, un hombre al servicio del Gobierno, más que nada para que quedara claro que le importan un pimiento las críticas y que, como dijera en cierta ocasión, eso sería arrepentirse y claro, él no se arrepiente de nada.

Y recientemente, su compañero Pablo Iglesias, tras ser preguntado si se arrepentía de sus insultos a Iván Espinosa de los Monteros, respondió que se había equivocado por entrar a una provocación. Nadie le había provocado, el provocador era él, pero si no se arrepiente de insultar, ¿por qué había de arrepentirse de mentir?

Pues bien, no arrepentirse de nada supone el punto de inflexión de la degeneración del hombre. No sólo porque supone que uno se siente perfecto, sin mancha, sino porque, si no se arrepiente, no rectifica y si no hay rectificación, no hay mejora.

Me comentaba un cura que él esperaba que tras el coronavirus la gente acudiría en masa a confesarse. Al parecer, al menos en su caso, no ha sido así.

Al parecer, el dolor no lleva a la compunción y por eso algunos mueren blasfemando.

El Catecismo canta las excelencias del sacramento de la penitencia: “aumenta el justo conocimiento propio, refuerza la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias (ojo, dentro de la confesión, no fuera) y aumenta la gracia en virtud del sacramento mismo”.

Pero claro, para confesarse hay que arrepentirse.