Los derechos humanos, los de verdad, los de siempre, no los llamados derechos de segunda generación, son aquellos que no se solucionan con dinero: derecho a la vida, a la integridad, a la libertad de expresión, libertad de culto, libertad de reunión, etc.

Los derechos humanos son aquellos que posee todo hombre en tanto que individuo de la especie humana.

Los otros, los llamados derechos de segunda generación, como los llamados derechos sociales, por ejemplo, el ingreso mínimo vital, son más peseteros. Cuestan dinero y sólo se recibe dinero. Y sólo se ejercitan cuando hay dinero. Uno tiene derecho a la vivienda, claro está, pero eso no significa que le regalen la vivienda, se la tiene que ganar. Uno tiene derecho a trabajar, pero eso no significa que un empresario esté obligado a proporcionarle trabajo.

Y al revés. El Estado tiene el mismo, idéntico, deber de defender la vida del rico que la del pobre

Y luego llegan los derechos de tercera generación. Por ejemplo, el derecho a la autodeterminación de género. Estos no son derechos en modo alguno sino una majadería imposible. Y ya se sabe que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía.

Además, resultan un tanto absurdos: porque nadie nos ha pedido permiso, en primer lugar, para nacer, tampoco para nacer en Europa o en Asia, en Francia o en España, altos o bajos, delgados o gordos, listos o tontos, ricos o pobres, guapos o feos.

Es más, llevo varios años intentado inscribir en letras de ley mi derecho a tener pelo, una hermosa cabellera. Pero aquí me tienen: mondo y lirondo.

Son tres generaciones de derechos humanos que elevan una degeneración permanente. Recuerdan aquello de abuelos ricos, hijos tontos, nietos pobres.