Ni eran tres, ni eren reyes, ni eran magos, pero sí que existieron y existen.

Existieron, porque están refrendados por el Evangelio, el libro más documentado del mundo y porque todo lo que dice el Evangelio sobre los Reyes Magos de Oriente está, a su vez, refrendado por lo que sabemos de aquellos estudiosos de las estrellas, a mitad de camino entre la astronomía y la astrología, que conocían las Escrituras hebraicas al dedillo. 

Existieron los Reyes Magos… y existen, porque “no es Dios de muertos, sino de vivos”. Dios vive, como viven todos y cada uno de los hombres que en el mundo han sido. O en el Cielo, o en el purgatorio o en el infierno, pero viven. Tranquilos, no se agiten, no he enloquecido, sólo digo lo que han creído millones de cristianos desde la Redención. Melchor, Gaspar y Baltasar (por cierto, los nombres no son evangelio, son tradición) viven. No es Dios de muertos sino de vivos.

El que no existe es Papá Noel. Verán: la cosa empieza en el siglo IV con San Nicolás, que no era de Bari sino de la ciudad turca de Mira. Lo que ocurre es que cuando los moros -perdón, musulmanes- se hicieron con Asia Menor, los de Bari se adelantaron a los venecianos y robaron de Turquía los restos de su venerado obispo San Nicolás, muerto 1.000 años atrás y que, desde entonces, se quedó en San Nicolás de Bari.

Un santo muy querido en todo el orbe cristiano, del que se cuentan pocas historias y abundantes leyendas. Entre otras, una muy truculenta, de la que les ahorro detalles, sobre el salvamento de unos niños.

De ahí surgió el obispo que hacía regalos a los niños, y se creyó que un buen día para ejercitar tan alegre labor era el día de Navidad.

Ocurrió, sin embargo, que a los holandeses, un pueblo entre los que se encuentra alguno de nuestros peores ciudadanos, les gustó lo de los regalos navideños pero no podían aceptar a un santo católico llegado de Italia (San Nicolás había sido traducido por Santa Claus en Centroeuropa). A los orangistas y protestantones holandeses no les mola lo de los santos así que le cambiaron el nombre y la personalidad del santo regalador, y le convirtieron en una especie de elfo nórdico, esclavo del colesterol, de risa boba y necesitado de un poco de ejercicio, costumbre que extendieron como una peste por todo el mundo anglosajón. Le llamaron Papá Navidad, porque eran así de cursis y la cosa acabó en Papá Noel.

Así que a mí, señores, los regalos me los traen, cada 6 de enero, Melchor Gaspar y Baltasar. ¿Pasa algo?