Caso real, ocurrido en una céntrica parroquia madrileña. Antes de comenzar la misa, el feligrés, veterano en estas lides, se acerca al oficiante para pedirle la recepción de la comunión en la boca. La verdad es que no tenía por qué pedir permiso alguno, dado que comulgar en la boca y de rodillas es el procedimiento aconsejado por los papas -especialmente por Pablo VI- y porque comulgar en la mano es un derecho del feligrés -es el feligrés quien decide- pero nunca un deber.

Pues bien, el mosén se pone farruco y, con desgana manifiesta, le comunica al laico que eso le obligará a él a lavarse las manos después. Pues que se las lave, que es muy higiénico. Además, nuestro hipocondríaco cura le dice que tiene que ponerse el último de la cola y, atención, le amenaza con que si hay más de un feligrés que pretenda ejercer lo que es su derecho, no le dará la comunión en la boca a ninguno.

Pero nuestro hipocondríaco cura va más allá. Cuando llega el momento de la comunión advierte a los feligreses que cuando se acerquen a comulgar deben llevar la mascarilla, también conocida por bozal, puesta en todo momento, no vayan a echarle el aliento, y que luego se retiren, ¡con la Forma en la mano!, y comulguen convenientemente alejados del nuestro higiénico cura.

La norma canónica que me falta por reseñar es que quien comulgue en la mano debe hacerlo delante del sacerdote, no mientras se retira o una vez alejado. ¿Por qué? Pues para evitar profanaciones. La técnica del profanador consiste en acercarse, muy devoto él, a la comunión, tomar la Forma y, en lugar de introducirla en la boca, metérsela en el bolsillo. Recuerden a aquel navarro sacrílego que se hizo famoso tras conseguir robar decenas de formas consagradas: lo hizo con esta sencilla técnica que nuestro mosén aconseja ahora a sus fieles.

Hablemos claro: comulgar en la mano es lo que ha posibilitado que se disparen las profanaciones eucarísticas, todo un signo de nuestro tiempo. La Forma pasa de la mano al bolsillo y luego… imagínense lo peor.

Lo del cura aprehensivo es un peligro y un abuso. Pero lo peor no es que se abuse del feligrés sino que propicie, no ya la profanación, sino, también, la falta de respeto a la Eucaristía, también entre una feligresía que contempla a un hombre pendiente de la salud de su cuerpo más que de la salud de su alma. Eso es lo más grave de todo, porque está olvidando que la mejor vacuna contra el coronavirus es la Eucaristía. O sea, la doble confianza: en Cristo y en nuestro sistema inmunológico, creado por Cristo.

¿Qué confianza en Dios puede tener alguien con exquisita sensibilidad para la salud, sobre todo la propia, pero con muy poca o ninguna sensibilidad para las humillaciones al Santísimo… por razones sanitarias? No me encaja.