En el Evangelio hay versículos para ahora y versículos para siempre. El siguiente párrafo (LC 21, 12-19) –especialmente las frases finales–, intuyo que es tan importante como urgente, para siempre y para ahora mismo. Quizás para ahora mismo por razón de urgencia.

Primera formación: “Todos os odiarán por causa de mi nombre”. En efecto, el católico no es que sea hoy marginado –que también–, en el año 2018 hemos dado un paso más: el cristiano es un tipo francamente odioso: sólo verlo, da grima.

En 2018, el católico es un personaje odioso: “sólo verlo, da grima”

Ahora bien, a renglón seguido viene otra bien distinta: “Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza”. Nuestros perseguidores, y eso que la persecución se prevé terrible, son gigantes con pies de barro, perros ladradores y acongojados, olisqueadores del miedo ajeno –lo único que puede envalentonarles– y con un terror mórbido a la muerte porque fueron incapaces de sentir pasión por la vida y porque desconocen que la muerte no es el final.

Y así, vamos de derrota en derrota hasta la victoria final

Y la clave de todo viene en la tercera frase evangélica: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Y así, no podía ser de otra forma, los católicos caminamos siempre de derrota en derrota hasta la victoria final, que para cada uno es su propia rendición de cuentas. Para cada persona, el fin del mundo es su muerte, su tránsito hacia la otra vida. Por eso, toda obsesión sobre el fin del mundo resulta ociosa.

Ahora bien, para el conjunto de la sociedad y del Cuerpo Místico, a lo mejor está llegando el fin de la historia y la Nueva Jerusalén. Si no, ¿cómo se explica que nos odien tanto?