Termina el año con la condena, a tres años de cárcel, del científico chino que modificó bebés genéticamente. Gran rasgado de vestiduras global, porque el susodicho jugaba a ser Dios (sin poder creador, que conste, sólo transformador) y por tanto, ha sido condenado, no sólo por los tribunales -chinos, con lo poco que les importa la vida- sino también por la comunidad científica global. O al menos, la parte de la comunidad científica con acceso a micrófono.

Es la misma comunidad que alaba la fecundación in vitro (FIV), uno de los mejores negocios sanitarios del momento, con empressa que capitalizan cientos de millones de euros. Incluso Martin Varsavsky, el admirado multimillonario, pretende convertir a España se ha convertido en la repugnante fábrica de seres humanos FIV.

En resumen, muchos aseguran que la FIV es vida cuando lo cierto, no nos cansaremos de repetirlo en Hispanidad, es que es la FIV es muerte: por cada niño que nace por fecundación asistida, otros tres, cuatro o cinco embriones humanos son utilizados como cobayas de laboratorio, se quedan en el camino, sean abortados, eliminados o crioconservados, igual me da.

Ahora bien, ¿la selección genética de bebés es lo mismo que la FIV? No necesariamente. La una selecciona, la otra elige los que deben vivir o deben morir. En ello se parece el científico chino a las clínicas FIV: ambos se creen dioses. Eso sí, uno terminará en la cárcel -por ahora-, otras en Wall Street.