Dicen que hace más de un siglo que un presidente norteamericano no acude a la toma de posesión de su sucesor. Con ello, se supone que queda demostrada la perfidia insaciable de Donald Trump. Lo que no se dice es que lo que no ha ocurrido, no hace décadas, sino nunca jamás, es que se solicite la destitución de un presidente (impeachment)… ¡nueve días antes de la toma de posesión de su sucesor!

La demonización de Donald Trump pretende anular la influencia cristiana en la vida pública. Como ocurrió en España, ahora lo cristiano se convierte en ultra en la primera potencia del mundo

El juego de policía bueno y policía malo que se traen ahora las dos marionetas católicas que utiliza el Partido Demócrata, Joe Biden y Nancy Pelosi, terminó el lunes 11 de enero con el Partido Demócrata, que ahora controla el Ejecutivo y las dos cámaras del legislativo, al presentar un ‘impeachment’ que podría salir adelante con su voto mayoritario y el de algunos republicanos aturdidos o vengativos, como el excandidato presidencial fracasado, Mitt Rommey.

¿Y por qué toda esta obsesión anti-Trump? Primero porque el personaje de Donald Trump es un hombre que, probablemente sin saberlo, y con ese espíritu adolescente que tanto le ha perjudicado, ha seguido los consejos del periodista Chesterton y del Papa San Juan Pablo II, dos hombres clave del mundo moderno. El inglés advertía que “en materia de moral, preguntad al pueblo”. El polaco aconsejaba a sus seguidores, por ejemplo a su portavoz en la Conferencia de la Población de El Cairo (1994), Joaquín Navarro Valls, que, cuando vinieran mal dadas, apelara al pueblo, a la mayoría de la asamblea y se olvidara del núcleo dirigente de esa Conferencia sobre Población y Desarrollo, donde se sembró el veneno de que la única manera de reducir la pobreza es reducir el número de pobres impidiéndoles nacer. La misma donde Navarro Valls le espetó a Al Gore, aquello de que “el señor vicepresidente, miente”.

Trump se ha saltado las instituciones para apelar directamente al pueblo. Y en buena parte el pueblo le ha respondido pero muchos, presionados por las instituciones, las redes sociales y los medios informativos, sobre todo la TV, han cortocircuitado esa expresión popular imponiendo lo políticamente correcto.

En el divorcio -uno de los signos de nuestro tiempo- entre política y pueblo, entre instituciones y ciudadanos, tienen que ganar las instituciones, no el pueblo

Tras su victoria electoral, los demócratas tratan ahora de aplastar a Trump y, sobre todo, de anular al trumpismo. Hay que imponer el pensamiento único progresista para que no se repita el ‘error’ de 2016. Todos tendremos tiempo de arrepentirnos.

A Biden y a Pelosi no les basta con ocupar el poder ejecutivo y el legislativo: necesitan demonizar a Trump para acabar con cualquier disidencia. En el divorcio -uno de los signos de nuestro tiempo- entre política y pueblo, entre instituciones y ciudadanos, tienen que ganar las instituciones, no el pueblo.

La demonización de Donald Trump pretende anular la influencia cristiana en la vida pública. Como ocurrió en España, ahora lo cristiano se convierte en ultra en la primera potencia del mundo. Olvidan que el Espíritu sopla donde quiere

Esa demonización de Donald Trump tiene por objetivo final acabar con la influencia cristiana en la vida pública. Como ocurrió en España, ahora lo cristiano se convierte en ultra en la primera potencia del mundo.

Tampoco nos preocupemos en exceso. Nadie, en 21 siglos de historia, ha logrado acallar la voz de la Iglesia, porque el Espíritu sopla donde quiere.