Sr. Director: Durante la celebración de la última Fiesta de Reyes, habían recibido un regalo inesperado: un viaje a Medjugorje, en Bosnia-Herzegovina. Hacía tiempo que su esposa tenía un deseo y una ilusión, un viaje a la tierra donde se decía que se aparecía la Virgen. Él no podía dar cumplimiento a ese deseo por razones económicas, y por otro lado, aunque creyente y practicante, trataba con mucho respeto las manifestaciones de tipo extraordinario; y dado que la Iglesia no se había pronunciado, no quería dar pábulo a tema tan delicado. Así que al recibir el regalo, a realizarse unos meses después, se alegró con su mujer, al ver su emoción y su alegría. Al pasar el tiempo, y por causas desconocidas, que no sabría interpretar, le hacía cada vez menos gracia el viaje. A medida que se acercaba el día señalado, su desazón comenzó a manifestarse claramente; e interiormente empezó a considerar el no ir. Ello causó alguna que otra contradicción. Llegó el momento, y allí estaba, con su esposa al lado y el resto de peregrinos que llenaban el avión, rumbo a Split, primera etapa del viaje. Desde aquel instante desaparecieron todos sus recelos, todas sus desazones. Se preparó a vivir esos días lo más intensamente posible, con el corazón y la mente totalmente abiertos. A fin de cuentas era una peregrinación a un Santuario mariano, y tres de los días serían los primeros del mes de mayo. De forma que era una magna romería, a su Madre, la Virgen María. Desde Split, en autobús a Medjugorje, pasar la frontera y última etapa del viaje. Siempre le sorprendían los avances de la ciencia; tardaron tanto desde Madrid a Split, como de ésta ciudad a Medjugorje, y se alegraba de que a pesar de la edad, y los años vividos, le siguiera sorprendiendo como si aún fuera un niño. Fueron cinco días trepidantes, plenos, llenos. Como una inmersión en un embalse de aguas limpias y claras. De una paz, calma, calor en el corazón, como no había sentido. A pesar de los madrugones, de no tener la siesta a la que estaba acostumbrado, no sentía cansancio. Y rezar, rezar y rezar…, en aquella plaza llena todos los días por miles y miles- calculaba que entre 10 a 12 mil- orando en todos los idiomas al unísono, pareciendo uno solo. Durante toda la tarde, y hasta llegada la noche. Adorando al Santísimo, en la Eucaristía, en la Cruz. La subida al Krizevac (Monte de la Cruz), donde los aldeanos en 1931 erigieron una Cruz de seis metros de altura, en un Viacrucis inolvidable, e irrepetible para su edad, en una ascensión de tres horas; donde grupo tras grupo, lo iban realizando con una devoción, un cariño, y un respeto que conmovía hasta las lágrimas. Un camino duro, todo de grandes piedras, que le recordó aquellos versos que escribió, hacía años, un Viernes Santo, mientras consideraba la subida de Cristo al Calvario:   Tierra yerma y seca. Los pies heridos, llagados, se clavan en las piedras, en guijarros.   Escuchó palabras de dos de los videntes, rezó ante el Cristo Resucitado, y asistió junto con otros miles de personas incalculables, al mensaje que una de las videntes dejó la Virgen en la colina de Podbrdo, y al sacramento de la Confesión recibido por miles de personas cada día. De todo ello quedó en su corazón: el fervor, la piedad en las oraciones y los rezos; la devoción y la adoración a la Eucaristía, y a la Cruz. Lo que desgraciadamente se estaba perdiendo en su Nación en los últimos tiempos, en gran parte de su sociedad. Y de los mensajes, además de la llamada a la oración, a la mortificación- en este caso al ayuno-, y a la lectura de las Escrituras; dos principalmente: .- "Que tenemos que dejar entrar en nuestro corazón a Cristo Jesús, para cambiar nosotros al ser llenos de su amor". .- "Hijos, nunca estaré más cerca de vosotros, que cuando recibís el cuerpo de mi Hijo en la comunión" Cuando ya estaba volviendo surgió en su mente y corazón unos versos, un poema que tituló: Medjugorje.   Miraba a las nubes, a lo alto, mientras una presencia descendía, a un corazón enamorado, de una Madre, que sólo él veía. Entretanto, otros corazones que, a miles, llenaban la colina, eran plenos, calmando desazones, con la paz que la presencia transmitía, en una tierra por cainismos maltratada, a esos hijos que sin verla la sentían. En una tierra por su fe durante siglos, vejada, duramente perseguida. Donde ahora se reza y se adora, a su hijo en la Cruz, y la Eucaristía; dando a millares de corazones, paz, amor, bálsamo a sus heridas. J. R. Pablos