Sr. Director:

Apenas recibido el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los apóstoles y los discípulos del Señor perdieron los miedos, no se hicieron muchas cavilaciones para estudiar si los oyentes les iban a creer o no, y comenzaron a hablar. Hablaban solo una lengua, y los que aquel día estaban en Jerusalén, de culturas y lenguas muy diferentes, les escucharon en su propia lengua, les entendieron y miles se bautizaron. El milagro seguirá ocurriendo a lo largo de los siglos, hasta el cierre de la historia.

Y no tuvieron la menor duda de seguir predicando a Cristo, muerto y resucitado, en medio de las situaciones contrarias a la Verdad, a Cristo, que pululaban en la “cultura” entonces: ídolos, diocesillos caseros, libertinaje de las costumbres, fornicación, homosexualidad, adulterios, etc. etc.

Como tampoco aceptaron las costumbres ancestrales todos los misioneros que convirtieron África. No cedieron ante la poligamia, y por supuesto, ante los pequeños dioses hogareños, ante las pachamamas del momento y del lugar, que los mismos africanos apartaron de su mirada.

La apertura del Vaticano II no era hacía un abandono de las doctrinas que pudieran chocar con la cultura actual, sino una invitación a los creyentes para que nos preparásemos bien y pudiéramos “dar razón de nuestra esperanza” a quienes habían abandonado la fe al reducir los horizontes del hombre por negar la vida eterna, la moral sexual, la ley natural, la divinidad de Cristo, la familia, etc.

Ni a san Pablo ni a ninguno de los apóstoles se les ocurrió ponerse a dialogar para llegar a un acuerdo sobre Dios, sobre Cristo sobre sus mandamientos. Ellos anunciaron al Resucitado, la conversión del pecado, el arrepentimiento, el perdón y la misericordia de Dios; y la invitación a rehacer la vida, adorando a Dios y abriendo la mirada a la Vida Eterna: muerte, juicio, infierno y Gloria.