Sr. Director:

En el país vecino, el estado Francés, se aproximan elecciones y, por tanto, se repite la experiencia, agudizada hoy por el coronavirus. Cuando comienza el último año del mandato presidencial, la vida pública se tiñe de electoralismo y, de modo tácito pero clamoroso, arranca la campaña. La mirada política se dirige más bien hacia la segunda vuelta: no es nada probable que un candidato consiga mayoría suficiente en la primera, como en casi todos los comicios precedentes.

La pandemia ha roto certezas y debilitado confianzas. La incertidumbre del futuro inmediato, a pesar de los evidentes deseos de recuperar la normalidad, se proyecta también sobre el porvenir político, con excesivas dosis de cansancio personal y público, que fragiliza la convivencia democrática. No es fácil sacudirse la amenaza de la abstención, el gran vencedor en las más recientes elecciones municipales.

La izquierda francesa tal vez salga de su actual crisis uniéndose contra la política del presidente Macron: comienza a suscitar desconfianza su capacidad de conciliar contrarios, de cuadricular círculos. En la práctica, algunos proyectos de ley ya aprobados o en avanzado trámite parlamentario complacen al sentimiento de orden y seguridad más propio de la clásica derecha. Basta pensar en las normas sobre seguridad ciudadana y defensa de la policía, o la política en materia de comercio y consumo de drogas. Hasta el candidato comunista, Fabien Roussel, apuesta por la seguridad y apoya a la policía.

Se baraja –más en línea de añoranza que de realidad práctica-, la aproximación de posturas entre la Francia insumisa de Jean-Luc Mélenchon (LFI), Europe Ecologie-Les Verts (EELV) y no pocos socialistas y comunistas. En estos días en que se conmemora el 40º aniversario de François Mitterrand, se querría recuperar algo semejante al Programa común que le llevó al Elíseo. Por ahí discurren, por ejemplo, las propuestas de unión entre socialistas y verdes. Pero las diferencias personales entre los líderes son notorias.