Sr Director:

A propósito del gesto de la eutanasia: “aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas. (…) Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir”.

Por otra parte –se podría decir que, desde la ética de los procedimientos, para mí esencial en un sistema democrático-, la encíclica refleja un hondo sentido de la colegialidad en el ejercicio del ministerio petrino. Recuerda el consistorio extraordinario de cardenales celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991: “con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan”. Juan Pablo II dirigió en Pentecostés de ese año una carta personal a cada obispo: les rogaba su colaboración para redactar ese documento. Pudieron “testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.

Por eso, podía escribir con cierta solemnidad: “Con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en su propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal”.

Ciertamente, no existen derechos absolutos: tampoco el de la vida, pues es lícito ofrecerla por un bien superior; al cabo, en expresión de Jesucristo, “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. Pero nadie puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir, porque “el mandamiento ‘no matarás’ tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente”.

José Morales Martín