Sr. Director: Entre los fines del sacrificio del altar -la Misa-, centro de la vida cristiana y centro de todo apostolado y actuación de la Iglesia, está el agradecimiento: adoración, acción de gracias, satisfacción y petición; y el nombre más usado como propio y característico del misterio de la presencia sacramental de Cristo entre nosotros es el de Eucaristía. Como dice un autor, "el término eucaristía se ajusta bien a mucho de lo que con él se significa, ya que es un término griego, eucharistía, que quiere decir acción de gracias, y se ajusta perfectamente a una de las circunstancias con que Cristo quiso acompañar la celebración de la cena, al contenido real del misterio y a uno de sus fines": al instituir la eucaristía Jesús dio gracias; Jesús es la plenitud de gracia que se vuelca en agradecimiento a Dios su Padre; y Jesús, entre otros fines, instituye la eucaristía para agradecer los inmensos beneficios que Dios otorga a sus criaturas (E. Sauras, Comentario a Sum. Th. de Santo Tomás (bilingüe), vol.13, p. 400-401). Por si no fuera suficiente la referencia a la historia del cristianismo, podemos observar fácilmente que el agradecimiento es, en la convivencia diaria, una de las actitudes más nobles y que más revela el señorío humano, la hombría de bien. Lo celebra el refrán popular: "De hombres bien nacidos es el ser agradecidos". Un episodio del Evangelio muestra a la vez la grandeza y la miseria del hombre en reconocer los beneficios que recibe. Iba camino de Jerusalén, y al pasar entre Samaría y Galilea, le salen al paso diez leprosos que a gritos le saludan: ¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros! Al verlos, les dijo: Id y presentaos a los sacerdotes (Lc 17, 11-14). Cuando se iban, desaparece la lepra; y al sentirse curados se marchan a su casa felices y saltando de alegría. Cura a diez hombres enfermos de lepra, enfermedad incurable, y aun hoy detestable y vergonzosa como pocas; y uno -que, por cierto, era samaritano, extranjero- volvió a dar gracias al misericordioso médico divino que le había regalado la salud, que en modo alguno podía esperar en su vida triste y miserable. Los otros nueve no volvieron para agradecer. Y ahora viene la lección social. El que los cura, Jesucristo, preguntó: ¿Y los otros nueve, ¿dónde están? (Lc 17, 11-18). El caso representa la conducta diversa de las personas: hay gente agradecida, y hay bastos y egoístas, incapaces de reconocer lo que graciosamente reciben, sin otro mérito que la grandeza y misericordia del bienhechor. Lo vemos en el niño de poca edad. Le regalamos caramelos y le pedimos que nos dé; el que nace noble, alarga la mano y se muestra generoso; el que nace ya torcido, esconde el regalo y guarda lo que es suyo por pura benevolencia del que quiere probar sus sentimientos. Por eso es tan importante educar la gratitud. La mezquindad no sólo recorta dádivas, sino que ciega la fuente de los dones; la gorronería repugna a los hombres y disgusta a Dios. ¿Y los otros nueve, ¿dónde están? Al corazón tan sensible del Salvador le dolió la ausencia de los que habían sido curados, y no volvieron a dar gloria a Dios. Es también el caso de Ignacio de Antioquía. Lo llevan a Roma para exponerlo a las fieras, atado a diez leopardos o diez soldados. El mártir da cuenta de la conducta de estos bárbaros, que cuanto mejor los tratas, peor se portan: "Hasta con los beneficios que se les hacen, se vuelven peores", dice (Carta a los romanos, 5,1). No hay más remedio que recurrir a la educación de la gratitud, puesto que es uno de los soportes más preciados de la convivencia entre los hombres; y, como hemos visto, también de la relación del hombre con Dios. La gratitud pone alegría y entusiasmo en la vida, en el trato de unos con otros, en la amistad, que se torna más firme, más limpia, más verdadera y se enrecia. Lo primero que hay que atender es la disposición interior; en el campo de la roñosería es difícil encontrar  un ánimo agradecido, y el fondo interior proclive al agradecimiento se halla en la pradera de la humildad. El humilde reconoce que es gracia inmerecida lo que le dan, y siente que debe corresponder a su bienhechor en la medida de sus posibilidades; y sin olvidos, en su momento, expresa el agradecimiento, al menos de palabra, con generosa sinceridad. Si asoma el egoísmo y se encierra en tasar las muestras de gratitud, la determinación de saber agradecer los favores encuentra el mejor aliado en la  humildad. Con la humildad concurre, pues, la generosidad, que proyecta con luz viva la realidad de los dones y la proporción del agradecimiento; y la mejor medida, atender a la generosidad -excederse-, como dice San Josemaría en ese comentario que enlaza justicia y caridad: "Justicia es dar a cada uno lo suyo; pero yo añadiría que esto no basta. Por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios. La mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia; caridad que suele pasar inadvertida, pero que es fecunda en el Cielo y en la tierra" (Amigos de Dios, 83). O  este otro sobre el trabajo: "Después de conocer tantas vidas heroicas, vividas por Dios sin salirse de su sitio, he llegado a esta conclusión: para un católico, trabajar no es cumplir, ¡es amar!: excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio" (Surco 527). Le gustaba a san Josemaría la palabrica excederse; para la gratitud es incomparable. Así, la gratitud es "la virtud que inclina a recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido". Bien poco pedía el Salvador a los leprosos que había curado: que volvieran a darle gracias por el beneficio repentino, total, insospechado, inimaginable, como era quedar limpios de la lepra horrible y repugnante; era como volver a nacer, volver  a vivir. Nueve no volvieron, y el Señor lo siente. Como lo sentimos los hombres, cuando hacemos un favor y no hay respuesta agradecida. La ingratitud duele. No siendo reacción rara entre los hombres, al hacer favores hemos de elevar la mente y el corazón a Dios; él agradece hasta un vaso de agua fresca que se da en su nombre (Mt 10,42; Mc 9,41); y entonces, el que hace las cosas por Dios, espera el premio grande y prometido del cielo, no el pobre galardón del hombre. Pero no todo es mezquindad en la vida; hay también corazones de oro fino. Muchos. Mi madre se llamaba Generosa -lo era- y es nombre precioso. Todas las madres son generosas. Y como la madre, los amigos, los pobres, los humildes, los que sufren, los que creen en Dios y lo buscan y lo aman queriendo imitar su bondad infinita. Con estas personas se siente la felicidad ya en la tierra, porque son espejo del amor de Dios que colma el corazón. A éstos les haces un favor y te devuelven el ciento por uno; se hace real la parábola del sembrador en su mejor cosecha. ¡Son el monumento vivo a la gratitud y al amor! Y arrancan del alma este grito intenso y encendido: ¡Gratias Tibi, Deus, Gracias, Dios mío! Jesús Sancho