Sr. Director:

Cuando atravesemos el cabo de Hornos de esta enorme calamidad silenciosa, que a tantísimos ha llevado por delante, dudo que se recrimine a alguien por no haber sabido encontrar la fórmula adecuada para poder despedir con la dignidad que merecían a los que se nos marcharon. A la crueldad estremecedora de una agonía en el mayor de los aislamientos se han sumado durante este calvario exequias en la más absoluta soledad, pudiendo haberse planteado alternativas que permitieran congeniar con un mínimo de consideración la salud y la memoria de las víctimas.

Cuando contemos a nuestros nietos este completo desastre, recordaremos asimismo a ese tropel de profetas del apocalipsis que no dejaron de anunciarnos a cualquier hora negros vaticinios sobre el inmediato fin del mundo, o pronósticos fatales y sin solución de espontáneos especialistas salidos de debajo de las piedras en los que no cabía resquicio alguno a la esperanza. Pero evocaremos con una sonrisa agradecida esas otras muestras de buen ingenio y mejor humor que hicieron mucho más llevaderas las eternas jornadas de encierro.

Cuando pasemos página de esta tremenda debacle, en definitiva, habremos comprobado una vez más que todo sigue igual, y que ni con una hecatombe de esta envergadura tienen algunos males remedio.