Sr. Director:

La pandemia ha desatado una neurosis sobre la salud de órdago. Ya antes de su llegada era habitual que los medios reflejaran avisos más o menos apocalípticos relacionados con ciertos alimentos y sus perniciosos efectos en el organismo, tantas veces con indisimulada intención denigratoria por los cultivadores de otros diferentes. El eco internético se ha ocupado de multiplicar por mil estas advertencias, incluyendo consejos dietéticos todo lo justificados que se quiera, pero olvidándose de satisfacer al paladar.

Nuestros abuelos tiraban al menos de experiencia cuando se referían a los hábitos nutricionales inadecuados. El refranero está plagado de dichos que apuntan a la bondad o maldad de unas u otras comidas. Así, “el arroz con tomate y la patata cocida alargan la vida”; “ni al estómago eches grasa, ni tengas a la suegra en casa”; “caldo de gallina es reconocida medicina”; “el rábano, es malo para el diente y peor para el vientre”; o, en fin, “si quieres ver a tu marido enterrado, dale a cenar carnero asado”. Nunca sabremos de dónde habrán sacado estas ocurrencias los primeros que las cascaron en la plaza, la tasca o el lavadero del pueblo, pero las hemos tenido como ciertas durante siglos, y en ello seguimos.

Ahora, sin embargo, no es la espontánea sabiduría popular la que condena o ensalza a unas u otras hortalizas o frutas, sino unos manipulados sabiondos que nos ilustran a diario de los horrores de unos productos que, de ser ciertas sus funestas conclusiones, habrían conducido hace tiempo a la desaparición del género humano de la faz de la tierra, porque nos los llevamos metiendo en el buche desde que el mundo es mundo.