Sr. Director: Cada vez que se acerca el 6 de diciembre, se repite el consabido ritual: una fila de ciudadanos guardan cola ante las puertas del Congreso. Cuando entran les dan un cafelito, les introducen en el hemiciclo (que en la tele parece más grande) y les enseñan los orificios de los tiros del 23-F. Después les dejan que se sienten un poquito en los escaños de sus políticos preferidos y al final les despide algún parlamentario (que en la tele parece más alto y más guapo) que se digna cruzar alguna palabrita con los visitantes. Y tras esta laica liturgia de puertas abiertas cuyas imágenes suelen abrir los telediarios, el personal se va contento, porque al personal le gusta sentirse protagonista, aunque sea por un ratito, compartiendo el mismo espacio que esos señores tan importantes que en realidad sólo son nuestros privilegiados representantes. Pero más que el Congreso, la que verdaderamente se encuentra con las puertas abiertas, de tanto forzarlas y siempre hacia el mismo sentido, es la Constitución. Con normas fundamentales que se siguen ignorando en buena parte de España, con otras interpretadas de forma tan ambivalente que carecen de sentido, y con algunas otras que permanecen tan vírgenes como el día de su redacción. No hay que ser muy listo para prever que, si las reformas de las que ahora tanto se habla por algunos, llegan a plasmarse en la misma dirección disolvente que hasta ahora, además de quebrar el principio de igualdad y solidaridad entre todos los españoles, cualquier 6 de diciembre, al abrir los ojos tras soplar las velitas, nos encontremos que no estamos ante un cumpleaños, sino ante el velatorio de una nación. Miguel Ángel Loma