Sr. Director:
Hasta hace bien poco, el español votaba a la contra por exigencia de ese chip maligno, habitual, que prioriza descalabros del rival a triunfos privativos.

El escenario que vivimos (cargado de déficits económicos, políticos, institucionales y sociales) exige renovar estilos, consentir caprichosos enigmas en los procesos de ajuste a respuestas concretas. Ya no valen filias o fobias para suscitar entusiasmos ciudadanos. Sugestiona sustituir la inoperancia por el anhelo que despierta el contrario, real o postizo. Doctrinas, estrategias, argucias, se convierten en reclamos rancios, infantiles, inútiles. El individuo, poco a poco, arroja de sí viejos fantasmas que sibilinamente han ido mermando su capacidad crítica. Al fin empieza a exigir concomitancia entre pronunciamientos y hechos.

La mayoría absoluta del PP (incluido aquel inesperado, asimismo necesario, concurso de escépticos y ex votantes socialistas) constata lo dicho anteriormente. Este PSOE, cuya entraña se vigoriza de dogmáticos e ignaros, acerca (iguala) suelo y techo electoral. Durante muchos años, dicho partido atraerá sólo al veinte o veinticinco por ciento del electorado debido a su afán de encuadrarse en conductas y sutilezas superadas.

PP y nacionalismos, moderados estos cuando renuncian a caretas subversivas (antiburguesas), muestran una porosidad preocupante y desmotivadora. En venideras confrontaciones (PP, PSOE, CiU y PNV), lograrán a lo sumo la mitad de votos en juego, arrancados por inercia que no por convicción. Otra mitad abastecerá una abstención lógica o, peor, viciará alguna sigla impoluta.

Perdido todo crédito por un PSOE sometido a la onerosa ineptitud de gobiernos aciagos, Rajoy cosechó el engañoso triunfo sobrevenido a lomos de una tabla salvadora, de una oportunidad irrepetible. Sin embargo, inseguridades, complejos y actitudes osmóticas -junto a cierta sorprendente (quizás no tanto) desorientación, minimizada con imposturas y efluvios nada novedosos- originan graves sentimientos de frustración y desapego. El contribuyente, confundido, amedrentado, queda inerme; al socaire de una providencia, en ocasiones, algo tacaña. Se dan las condiciones precisas, asimismo preciosas, para asentar nuevas iniciativas, incipientes siglas capaces de cohesionar (aparte propuestas aglutinantes, soluciones diferentes) el propio sistema democrático. Los desengaños precisan recuperar otras ilusiones que posibiliten al hombre seguir luchando en pos de la quimera, inagotable savia vital.

La izquierda (y su infundada superioridad moral) es dogmática, recurrente, por tanto inmovilista, pertinaz. La derecha (concepto peyorativo con que pretende estigmatizarla el rival) viene conformada por una masa heterogénea, dispar; veleta a la hora de precisar su voto. Esta circunstancia permitiría trasvases importantes (cuatro millones sin adscripción clara y dos millones ladeados a la diestra) hacia siglas que se alejaran del radicalismo y la incoherencia. UPyD oteaba un horizonte inmediato cuajado de gloria al distanciarse del erial político que domina el suelo patrio y apiñar todas las decepciones.

El 20N afloró una explosión de hastío; fue la muestra palmaria de abatimiento, un rebato agónico. Se votó sin fe; era el auxilio exánime, la última oportunidad. Valía cualquier firma alejada del PSOE calamitoso. El PP recolectó una esplendorosa cosecha injustificada, sin merecimiento. Rosa Díez acopió fundamentos que le permitirían advertir esa ley general de prueba y ensayo. Ayer (al decantarse entre un PP voraz con el débil, un PSOE aciago, ávido de poder y un FAC firme) quebró su pureza, sembró la abstención. Parafraseando a Teilhard de Chardin, el pasado revela la estructura de futuro. Adiós perspectivas fascinantes. Sigue cumpliéndose el maleficio de políticos indigentes; un lastre, al parecer, insuperable.

Asturias, otra vez, pudo significar el origen de una nación reconquistada al absurdo político e institucional, a la ruptura gradual de España con quinientos años de goce y miseria en lapidaria alternancia histórica. La cortedad de miras lo ha impedido. Ahora sólo nos toca esperar a que emerja un elenco estricto, cabal, que no exhiba el suicidio como táctica social.

Manuel Olmeda Carrasco