Prepararás al mundo para mi última venida. Diario de Santa Faustina, punto 793: "Oh Jesús, haz que la fuente de tu misericordia brote con mayor abundancia, porque la humanidad está muy enferma y por eso, más que nunca, necesita de tu compasión".

 

Desde el atentado, mayo de 1981, Juan Pablo II (en la imagen) ya no volvería a ser físicamente el de antes. Las secuelas de una de las balas durarían hasta su muerte, en 2005, y su vigor físico sería  aceleradamente menguante.

Pero es justamente entonces cuando el Pontificado adquiere velocidad de crucero, como si a Dios le hubiera entrado prisa por poner coto a la modernidad, que no es una herejía, como había afirmado el clarividente Hilaire Belloc, sino la Suma de todas las herejías y todos los cismas de la historia.

La modernidad, además, caminaba hacia la blasfemia del Espíritu Santo, que no consiste en otra cosa que en atribuir al demonio las obras de Dios, es decir, llamar mal al bien y bien al mal. Sigue caminando hacia la misma meta ahora, en el siglo XXI, pero tras Juan Pablo II todo el mundo sabe a qué atenerse, cada vez son menos los que pueden alegar ignorancia.

Lo primero, poner orden en la congregación religiosa más importante de la era contemporánea: la Compañía de Jesús. El pecado de los jesuitas era muy simple: se llama soberbia y el problema del soberbio es que no acepta ninguna autoridad por encima de sí mismo, nunca cede el propio juicio.

Los jesuitas constituían la gloria intelectual de la Iglesia, así que no podían caer en otro vicio que en éste. A más formación se precisa más humildad para aceptar que uno está equivocado, y que enfrentarse al Magisterio papal es enfrentarse al Espíritu Santo que vela por su pureza. Eso significa que en 10 años, entre 1965 y 1975, la obra de San Ignacio pasó de 36.000 a 29.000 miembros pero sólo era el comienzo de la caída. Y lo peor es que, detrás de los jesuitas había una legión de órdenes masculinas y femeninas, satélites, más millones de laicos que habían aprendido el catecismo en sus centros de formación y en sus tareas parroquiales. Y resultaba que a veces no impartían el catecismo de la Iglesia sino otra cosa.

Como casi al final del proceso de reconversión les dijera Juan Pablo II, a los mandamases de la congregación general de la orden: "Vuestros actos tienen a menudo repercusiones que no sospecháis.

Con la renovación de la clerecía echada a perder ocurre algo aparecido a las apariciones marianas: su eficacia depende de la humildad de los renovados o de los videntes.

No es cierto que el Karol Wojtyla actuara con rudeza. Empleó más paciencia que la de Job. Advirtió una y otra vez al prepósito, el histórico padre Arrupe, que una orden no es la depositaria del Magisterio y de la doctrina,  y al final se vio obligado a cesarle. Entonces se dispararon todos los demonios del orgullo y algunos de los renovados, especialmente en la cúpula, se sectarizaron y calificaron de traidores a los que seguían las admoniciones papales. La soberbia sobrevive 48 horas a su portador.

Resultado: si bien no se consiguió que la orden volviera a sus raíces, también aquí se clarificaron las cosas y cada hijo de San Ignacio se vio obligado a elegir entre el bien y el mal.

Mientras, la batalla de Lolek frente al comunismo continuaba. En Polonia, la legalización de Solidaridad no logró sino irritar al Kremlin, que comenzó a purgar al Partido Comunista polaco. El general Jaruzelski se hace con el poder y apenas dos meses después procede al autogolpe de Estado. 4.000 personas son detenidas en una sola noche y Lech Walesa se niega a huir: es detenido en su propio domicilio. Juan Pablo II opta de nuevo por la resistencia en lugar de por la violencia, opta por el martirio antes que por el homicidio. El hombre al que los soviets enviaron un asesino sabe que su camino es el que hubiera seguido Cristo -el hombre que más respetó la libertad del hombre- y, en lugar de buscar una solución de compromiso, continuó luchando con la oración y la palabra. En su mensaje de Año Nuevo habló de la "falsa paz de los regímenes totalitarios" y retó a Moscú al solicitar oraciones por su patria porque lo que está en juego en Polonia era importante "no sólo para un país sino para la historia". Proféticas palabras. La guerra la acabó ganando él y la Virgen de Fátima.

Dios tenía prisa. Con un mundo que explotaba por todos lados, Juan Pablo II realiza el nombramiento más relevante de todo su pontificado. Nombra a Joseph Ratzinger, arzobispo de Munich, prefecto de la Sagrada congregación para la doctrina de la fe. Como añadiría la prensa progre: "antiguo Santo Oficio, antigua Inquisición".

No podía haber dos hombres más distintos: filosofo tomista Karol, teólogo agustiniano Joseph, polaco y alemán, volcado hacia el mundo el uno, obsesionado con la purificación de la Iglesia el otro. Un nombramiento propio de un hombre que no quería imponer su razón sino la de Cristo. Ambos van a ser como la cara y cruz de una moneda, precisamente porque nada hay más complementario que lo diferente. Juan Pablo II tenía la misión de explicarle al mundo la última venida del Salvador y situar a la humanidad, a toda la humanidad ante su responsabilidad de aceptarle o rechazarle. El futuro Benedicto XVI se encargó de que la propia Iglesia se preparara para recibir al redentor. Dos trabajos de Hércules, tan distintos como complementarios: el uno misionaba por el mundo, el otro misionaba en su propia casa. Juan Pablo II pedía conversión, Benedicto XVI, fidelidad.

Tras Juan Pablo II, insisto, nadie podría llamarse a andana. Benedicto XVI se centró en la purificación de la Iglesia, entre otras cosas porque el mundo depende de la Iglesia. Si ésta funciona, aquél también. El polaco asumió la tarea de predicar el Evangelio a todas las gentes, el alemán, se ocupa aún más de salvaguardar la esencia del Evangelio muros adentro y de limpiarla de confusiones.

Más velocidad. Juan Pablo II, en estricto cumplimiento de las ordenanzas del Concilio Vaticano II, antes predicadas por San Josemaría, el fundador del Opus Dei, explicó que la santidad es para todos. Un millar de beatificaciones y más de 250 canonizaciones lo demuestran. Canonizó a los mártires del nazismo, desde Maximiliano Kolbe a la judía Edith Stein, pero tampoco le puede lo políticamente correcto y beatifica a 99 mártires de la Revolución francesa, tan alabada por la modernidad que la considera el comienzo de la libertad y del pensamiento. Se atreve a canonizar a 2 mártires de la revolución maoísta china, la tiranía más homicida del siglo XX, a la que tanto alaba el Occidente capitalista del siglo XXI.

Dios tenía,  tiene, prisa. Otro de los objetivos de Wojtyla fue la teología de la liberación, un remedo de marxismo y jesuitismo que se había convertido en verdadera patología en Iberoamérica. Desde el principio, el Papa deja claro que los pobres de espíritu de Jesús de Nazaret poco tienen que ver con el proletariado de Carlos Marx. Atraviesa por el infierno de la Nicaragua Sandinista, en el que no me detendré porque, por vulgar, resulta demasiado conocido. Sin embargo, más olvidado está el otro infierno, el que afrontó en una Holanda desquiciada, país puntero de la nueva Europa, tan vieja como el pecado.

Pasó de la teología de la liberación en Iberoamérica al hastío de los ricos holandeses, quienes aún le recibieron con más acritud que los sandinistas. En los Países Bajos se le amenazó de muerte, ante una jerarquía tirando a pusilánime. Curiosísimo lo ocurrido durante su viaje al país de los canales, donde sólo los jóvenes le abrieron los brazos. La generación de los años sesenta vociferaba contra el Papa. Sus hijos, por contra, buscaban un sentido para su vida que sus padres no habían podido proporcionarles porque habían desterrado a Dios. Los padres pataleaban mientras sus hijos buscaban la línea del horizonte que les habían arrebatado.

Dios tenía prisa. Otro de los viajes olvidados del atleta de Dios fue su primera incursión en tierras del Islam, en Marruecos. El Rey Hassan II le invita a dirigirse y Wojtyla, ciego de confianza en Dios, se dirige a 80.000 jóvenes musulmanes. Antes había conseguido que el sátrapa Hassan II permitiera la libertad de culto católico en el reino alauí. Al menos, se había abierto la puerta y ya se sabe que el polaco no desprecia ninguna invitación.

Ese mismo año, mientras se iba fracturando el granítico bloque comunista, el Papa convoca el Sínodo extraordinario de 1985. Conclusiones muy en la línea de un expansivo pontificado: "La Iglesia gana en credibilidad si habla menos de sí misma y más de Cristo crucificado", concluyen los padres sinodales. Y algo más sale de la reunión: el proyecto de un nuevo catecismo de la Iglesia Católica, probablemente la obra cumbre del pontificado de Juan Pablo II.

Un catecismo que recuerda a Chesterton cuando explicaba el sentido del progreso, verdadero axioma de la modernidad. El periodista inglés defendía que "el progreso es como un árbol", al que le salen ramas y hojas sólo porque se aferra a sus raíces. No es posible una evolución sin un núcleo permanente. O, si lo prefieren de otra forma: las berzas no producen dogmas y "los nabos son muy tolerantes".