Con gusto cedo mi sitio al periodista argentino Pablo Caruso. Cuenta una historia, o una noticia, pero son las historias las que reflejan la realidad mucho mejor que cualquier declaración o reacción y que cualquier estadística, que son las armas periodísticas habituales en el siglo XXI, por lo que podemos decir que hacemos un periodismo reaccionario.

Una historia que revela lo siguiente: la corrupción no es otra cosa que el desprecio por la vida humana. Y nada tiene que ver con la crisis económica, al menos según los parámetros de análisis más corriente. El PIB argentino crece y la señora Cristina Fernández asegura que el país está saliendo de la crisis. Y hasta puede que tenga razón, al menos en parte. Pero Argentina ha salido de la crisis financiera, de la crisis moral desde luego que no. Y esa crisis moral convierte en cierta la contradicción de que "la economía argentina marche bien y la economía de los argentinos marcha fatal". Pasen y lean:  

"Iglesia de las Esclavas, frente a la plaza Vicente López, barrio de Recoleta, Buenos Aires. El padre Aldo oficia la misa de las 12 h. La iglesia, repleta. El sacerdote, buen orador, pedagógico. Después de la homilía y las consideraciones que le inspiraba la lectura del Evangelio, hizo una pausa… "A veces estamos muertos en vida", dijo. Los feligreses presentes, entre ellos quien esto escribe, intuimos que nos iba a contar algo inhabitual. El padre Aldo siguió diciendo: "A veces, Dios se hace más patente en algunos momentos de la vida". Por olfato del oficio, supe que allí había una historia. Ahí va.

Deambulaba por la ciudad a bordo de su taxi, como un fantasma. Una y otra vez, al ritmo del parpadeo de sus ojos, las imágenes de su drama se sucedían a mucha velocidad, al tiempo que lo estremecían y hacían sufrir sin cuento. Se preguntaba cuánto más podría resistir con ese peso sobre el alma, cuando vio la seña de su próximo cliente.

El padre Aldo estaba cansado. Había sido un día duro de clases y de trabajo ministerial intenso. Contra su costumbre, decidió tomar un taxi para llegar más temprano a su casa. Lo abordó en una zona de Recoleta. El clergyman delataba su condición de religioso. El taxista lo miró unos segundos por el espejo retrovisor, respiró profundo y se animó:

¿Usted es sacerdote católico?, preguntó.

Sí, - respondió el sacerdote.

¿Puedo hablar con usted…? -dijo el chófer con voz apenas audible.

Sí, claro -respondió el sacerdote.

El taxista comenzó a descargar el peso de su angustia.

Padre, hace unos meses, volvía de hacer las compras en un supermercado con mi mujer y mi hijo. Cuando estábamos descargando las bolsas, sin darnos cuenta, aparecieron de la nada dos chicos con armas en las manos.

Lo de siempre. "Dame todo", insultos, gritos. Nos paralizamos. Al mismo tiempo, les decía que se llevaran todo. Volví a cargar las bolsas en el auto, les di todo el dinero que tenía, me preguntaron si el auto tenía cortacorriente, respondí que no. Estaban por subirse al coche. Ya se iban, cuando uno de ellos le gritó al otro, sin ninguna razón, "¡tirales!".

Es aquí cuando, ante relatos similares, se me da por pensar que la dejadez e impotencia del Estado -para garantizar al ciudadano de a pie esa seguridad mínima- alienta y empuja a que esta sociedad escriba su historia -en esta Argentina cainita-, como un especie de soneto continuado y espeluznante semejante a Los sonetos de la muerte, de Gabriela Mistral. Creo recordar que empezaban así:

Este largo cansancio se hará mayor un día,

y al cuerpo dirá el alma que no quiere seguir

arrastrando su masa por la rosada vía.

El taxista no debía saber de la existencia de este soneto, pero lo estaba sufriendo.

Ese grito aterrador de ¡tirales! fue obedecido sin pensar. Nos disparó a mansalva. A mí me hirió, pero a mi mujer y mi a hijo los mató.

En ese momento, un murmullo de horror erizó la piel del cronista y estremeció a todos en el templo.

Yo estaba armado y disparé… los maté a los dos, -continuó el chófer-. Desde entonces, no puedo vivir. Los hechos me atormentan y no puedo dejar de pensar que les quité la vida a dos chicos. Ahora estoy procesado por doble homicidio. El padre de unos de esos dos chicos, tirándose a mis pies y abrazando mis piernas,  me dijo:

-Perdóname por lo que hizo mi hijo, matando a tu hijo y a tu mujer.

-Vos también perdóname: yo maté a tu hijo.

Padre -continúa acongojado el taxista-, he ido a Luján y a otros lugares pero no encuentro paz…, estoy muerto en vida.

No lo consuela que todos le digan que fue en legítima defensa y que a él le mataron a su familia.

Padre, necesito que me confiese.

Entonces, el padre Aldo, levantando su mano derecha, dice despacio: Yo te absuelvo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Vete en paz".