Sr. Director:
Mañana u hoy, según cuando aparezcan publicadas estas líneas, no serán pocos los que se acuesten a soñar, que a la mañana siguiente, se despertarán con la alegre cantinela de las voces de los niños del Colegio de San Ildefonso, cantando los números de la suerte de la lotería de Navidad.

Cada año, por estas fechas, corean el machacón estribillo de una canción, cuya letra, no son letras, sino números. Números mágicos que con ansiada expectación, esperamos a que salgan del bombo y cambien el rumbo de nuestra existencia.

Personalmente nunca he tenido fe en los juegos de azar e incluso confieso que les guardo un gran respeto por el gran poder de adicción que pueden generar, sobre todo, si uno tiene la mala fortuna de ganar un premio.

Nunca olvidaré, cuando estuve en el Casino de Montecarlo, la menuda figura de una anciana cubierta de brillantes, con gesto tenso y vehemente mirada, frente a los botones, las luces de colorines y las músicas, jugando ella sola con cuatro máquinas tragaperras a la vez.

Más allá de lo que es un décimo, no sé cómo va eso de los billetes, las series y todo ese galimatías de los premios, las centenas, las terminaciones o los reintegros. Si tuviera en mis manos el impreso de una bonoloto o una primitiva, no sabría qué hacer con él y si se trata de las quinielas, creo que me haría un lío con lo de las apuestas simples, dobles, triples o múltiples.

Sin embargo, y aunque no juegue, sentiría un cierto vacío si al pasar por la esquina de mi calle, no escuchara el golpear de la mano de Manolo, el vendedor de la ONCE, sobre el mostrador de su quiosco, para llamar la atención de todos los que pasamos cerca de él. Por cierto, que a él, repartidor de la suerte, si que le tocó el rasca cuando por culpa de las obras del dichoso tranvía de la Junta, no le cayó encima el árbol que se desplomó en las inmediaciones de su chiringuito.

Les tengo simpatía a los vendedores de la ONCE, no sé si porque ellos me hacen evocar mi niñez, cuando no estaban dentro de una garita y se situaban en una esquina con sus gafas oscuras y las tiras de los cupones prendidas de la solapa con un imperdible.

Está bien eso de la lotería porque es indefectiblemente seguro el que a uno le toque. La posibilidad de ser agraciado con el primer premio, es de una entre 85.000. Es decir: 84.999 ocasiones de que le toque a uno perder y solo una, de obtener el ansiado primer premio. Así a uno le podrá tocar perder—que es lo más probable—o casi milagrosamente ganar. Pero lo de tocar, es seguro.

A pesar de no tener fe en el lance del juego, cada año pierdo unos cuantos euros en el sorteo de Navidad. Forma parte de la tradición y si no compro un décimo, es como si faltaran en la mesa los polvorones, mantecados o el turrón de almendra. La mayor parte de las veces, ni consulto después la lista de los premios. No creo en esa clase de suerte. Lo importante es cumplir con la tradición.

Recuerdo el chiste de un buen hombre que estaba pasando por muchos apuros y dificultades que cada día le angustiaban más. Y todos los días acudía a la Iglesia y postrándose delante del altar mayor, le contaba al Señor sus cuitas y le pedía que hiciese el milagro de que le tocase la lotería para solucionarlas.

La escena se repetía un día tras otro, hasta que una vez, en respuesta a sus demandas, escuchó una voz profunda que le dijo: "Hijo mío, yo quiero ayudarte, pero si quieres que te toque la lotería, compra un décimo por lo menos", a lo que el demandante, en medio de su zozobra y penuria económica, pero con la lógica de saber que se está dirigiendo a quien todo lo puede, respondió: "Pues pa tú querer, también puedo salir de aquí y encontrarme un décimo premiao".

En el ánimo de los menos ilustrados, ha calado muy profundamente la demagógica idea de que diariamente nos tiene que tocar la lotería en forma de maná, del que ha de proveernos el papá Estado. ues mal nos va a ir si esperamos a que nos toque la lotería sin jugar.

Somos nosotros los que debemos dar el primer paso, fortalecer y cultivar nuestra voluntad, poner nuestra firme intención en una dirección determinada, con fe. Solo si lo hacemos así, entonces seguro que un día u otro, recibiremos fuerte y claro, la respuesta que esperamos.

¿Realmente hacemos todo lo que podemos? Si de verdad ponemos empeño en ello, nos daremos cuenta de que siempre podremos hacer un poco más y mejor.

Como seres humanos que somos, todos tenemos luces y sombras. Sin embargo y por muchos obstáculos que encontremos en el camino, aún tenemos motivos más que sobrados para dar gracias por tener cada día la oportunidad de poder aprender y crecer.

Nadie que no seamos nosotros mismos nos va a solucionar nuestros problemas y mucho menos ese magma espeso, gris y anónimo al que llamamos Estado. Por eso no podemos dejarnos impregnar por la lluvia del pesimismo. Sea cual sea el problema, afrontémoslo con decisión y coraje para darle solución. No nos sentemos a la puerta de nuestra casa a esperar a que nos toque la lotería sin jugar.

César Valdeolmillos Alonso