Hoy se celebra en España la festividad de la Virgen de la Candelaria -por eso se encienden candelas en los templos cristianos- coincide con la lectura evangélica de la Presentación de Jesús en el Templo y la purificación de la Virgen qué va a purificar sino ha sido manchada, recitaba el gran Lope de Vega) y con la jornada dedicada a la vida consagrada, a lo que antes se llamaba clero regular.

En Roma se impuso la tradición de que los monasterios llevaran velas al Vaticano, y luego el Papa las repartía entre los misioneros perdidos en el mundo.

Las crisis eclesiales son siempre crisis de fidelidad, naturalmente. Curiosamente, la crisis de la Iglesia hoy no estriba en el clero secular -como ocurrió en otras épocas- sino en el regular.

Hoy he asistido en el Monasterio de la Encarnación de Madrid a la renovación de sus votos de las agustinas de clausura. Recitaban sus votos, que siguen siendo los de siempre: pobreza, castidad y obediencia. Sin duda, el más duro, especialmente si hablamos de veteranos es el de obediencia. Eso tres votos han forjado lo que el ex presidente de la Real Academia Española, Lázaro Carreter, llamaba el colmo de la maravilla: la vida en clausura. El huracán de desobediencia que azota a la Iglesia constituye su principal problema. El mundo asegura que para evitar deserciones hay que mitigar el rigor de los votos, del compromiso, pero lo cierto es que los mitigadores se quedan sin vocaciones mientras los rígidos son los que cuentan con aspirantes a la celda. Una paradoja que no es tal si contemplamos la mundana, no teológica, de que a nadie se le obliga a entrar en un convento, ni  cualquier práctica cristiana, pero si te comprometes, es para cumplirlo, no para hacer una Iglesia a medida. No sé por qué me da que esta crisis de obediencia constituye la clave del momento actual en la Iglesia y en el mundo. Es como si el hombre del siglo XXI hubiese perdido la capacidad para formular un voto, un compromiso, una promesa y hasta un contrato.

Eulogio López

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