El matrimonio hace, de un hombre y de una mujer concretos, que se conviertan en marido y mujer. Es una recíproca pertenencia de los esposos, la que existe después de la boda.

 

El matrimonio es de institución natural, desde que el ser humano habita en la tierra. El lazo conyugal conduce a no tener más que un solo corazón y exige la indisolubilidad y la fidelidad en la donación recíproca y definitiva; y se abre a la fecundidad, a la vida.

En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer y no son dos, sino una sola carne. A partir de ese momento, permaneciendo los dos como personas singulares, son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y feminidad, una única unidad, de tal manera que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa.

El amor conyugal hace vivir a los esposos en la alegría de la mutua donación. De ahí que el amor conyugal haga que las relaciones entre los padres y los hijos estén animadas por la entrega mutua de los esposos, el cual se extiende y difunde a los otros miembros de la familia.

La mutua entrega de los esposos se ordena al servicio de la vida. Por lo que la fuerza del amor conyugal vuelve operativo el matrimonio.

Un autor del siglo XX afirmaba que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.

Los esposos después de la unión matrimonial, siguen permaneciendo como sujetos distintos; el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo ha  surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en cuanto vive la condición de esposa en cuando está unida a su marido y viceversa.

El matrimonio es fuente y razón de la esperanza y tono ilusionante con que ha de desarrollarse siempre la vida de los esposos.

Clemente Ferrer

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