(Juan 15, 2-5; Juan 16, 1-4; Mateo 5, 10-12).

Lo que más miedo da cuando te estás muriendo es el silencio. La tenebrosa sordera que te domina, el movimiento sin su acompañante habitual, el ruido. Recuerdo ver, aunque no escuchar, a mi esposa trataba de detener con sus manos los chorros de sangre que salían de los agujeros en mi pecho, donde había recibido varios balazos. Me hubiera gustado oír su voz pero no me era posible.

Ahora sé que mi agonía duró apenas unos segundos pero esos segundos parecen horas. Estaba bien preparado, había repetido muchas veces el "ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte". Quizás por eso, se mantuvo el dolor pero desapareció el temor. Y el dolor sin temor, incluso la asfixia de la muerte –todos morimos por asfixia- resulta llevadero.

Cuando sabes que vas a morir sólo cabe la esperanza, la seguridad de que los brazos del padre se abren para acogerte. O eso, o la desesperación. Para el desesperado, la agonía no consiste en el temor a ser absorbido por la nada sino en algo peor: la entrada en el mundo del sinsentido, bajo la leyenda que orla las puertas del infierno: "Perded toda esperanza".

Pero yo estaba preparado y, por esto, sereno. En esos momentos descubres que alma y mente son una misma cosa y me vinieron a la mente las palabras que me enseñara el padre Jacques, aquel franciscano francés, misionero en mi querida Nigeria y muy devoto de la Divina Misericordia: "Jesús en ti confío". La desesperanza sólo se cura con confianza en Cristo.

Sabed que hay que esperar a la muerte para descubrir el misterio de la existencia: pensar sólo sirve para amar o no sirve para nada. La información que tanto valoramos en la tierra no se utiliza para otra cosa que para afianzar el amor… o se malpierde. En el momento del tránsito, descubres que la información, que tanto valoramos allí, resulta que no es más que el tedioso instrumento que precisamos para amar o se convierte en pedantería.

No podía hablar pero sí para mirar a mi hijo, que gritaba lo que yo no podía escuchar. Decidí ofrecerle una sonrisa como herencia, luego perdí la consciencia, con la consciencia perdí mi conciencia, con la conciencia la vista y, con la vista, la vida. Y sí, encontré los brazos abiertos del Padre. Pero antes, mientras sonreía a mi chaval, sólo tenía cinco años, cuando moría el tiempo y amanecía la eternidad, en medio de la lucidez que me invadía, aún pude ver la espalda de los asesinos y recordar la profecía: "Llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios". O aquella otra de "me odiaron sin motivo".

Aquí en el Reino desde donde os hablo, liberado de la materia, es decir, del tiempo y del espacio, puedo rememorar lo que ocurrió con todo detalle, aunque tú, el ángel custodio que me acompañó durante toda mi existencia en el mundo, lo sabes mejor como yo.

Me encontraba con mi mujer y mi hijo en el aula de la escuela que los domingos hacía de iglesia. Estábamos en la lectura del Evangelio cuando unos hombres entraron en la Sala y comenzaron a disparar contra la multitud, mientras gritaban "muerte a los cristianos". Sólo me dio tiempo a situar mi cuerpo como escudo de mi hijo, cuando sentí los impactos y me derrumbé.

Un momento antes, el lector repetía las palabras que explicaban lo que iba a suceder: "Bienaventurados los que parecen persecución por la justicia porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el Cielo".

Justo en ese instante entraron los asesinos. Desde aquí he podido ver a mi verdugo. Un pobre fanático preso de su propio horror a la vida. Es curioso: he aprendido que el hombre de fe teme a la muerte porque ama la vida y vive de gratitud, mientras el desesperado anhela la muerte porque es la vida misma lo que le inspira terror. Y, claro está, el fanático no puede sino odiar a los aman la vida.

No os confundáis. Aunque pregone lo contrario, mi asesino no cree en un dios vengativo y sangriento, sino que no cree en el único Dios. No puede creer en Cristo pero aborrece todo lo que Cristo representa. Y es que todos los que llevan la marca de la Bestia odian aquello que niegan porque odian las obras de Dios, es decir, a su Iglesia.

Aquí, en el Reino, donde nada hay oculto, sabemos que sólo existen dos credos: los que aman a Cristo y los que le odian.

Y sabed que ha llegado la hora, y es ésta, en que todo el que os de muerte pensará que hacer un servicio a Dios. Cuando estaba en el mundo lo sospechaba. Ahora, en el Reino, lo sé. Se termina la era de la misericordia y llega el momento de la justicia. Nadie sabe, tampoco aquí, la fecha exacta del Día de la Ira, de la ira de Dios, pero nos la imaginamos próxima. Y he de reconoceros que hasta los ángeles tiemblan ante ese día, aunque todos, ángeles y hombres, anhelamos el día después pues, en el momento presente, todo es para bien.

¿Pero cuándo llegará el Día de la Ira? Cuando "se rebase la medida", la medida de la paciencia de Dios, porque "me odiaron sin motivo".

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com