El escritor Arturo Pérez Reverte (en la imagen) asegura que la vida le ha robado todas las certezas.

Al mismo tiempo, Gabriel Albiac, filósofo ateo, aseguraba en el Congreso Católicos y Vida pública, que autoengañarse -acerca de la existencia de Dios- era una cosa muy fea. Podríamos añadir la de cierta escritora, de cuyo nombre quiero ni acordarme, quien aseguraba que si rezar era hablar con Dios entonces es que los rezadores eran esquizofrénicos.

Del académico Reverte lo que me asombra es esa brusca conversión al relativismo: ¿cómo es posible que un tipo que no tiene certezas se dedique a opinar sobre esto y aquello, a insultar a este y a aquél y, en general, a exhibir cualquier juicio con sonora rotundidad.

De Albiac, mucho más respetuoso y más profundo que Reverte, me sorprende el planteamiento: Si no sabes si Dios existe, ¿por qué va a ser un autoengaño creer en Dios? Más parece un perjuicio que un raciocinio y eso, don Gabriel, resulta muy feo en un filósofo. Me recuerda aquella sentencia de Chesterton cuando se dirigía a su oponente en uno de sus muchos debates con los autocalificados antidogmáticos: "La única diferencia entre nosotros dos es que yo puedo defender mi dogma y usted ni siquiera puede definir el suyo".

Y respeto a la escritora innombrable, lo único que puede decirse es lo de aquel estalinista que confesaba ante un periodista: yo soy ateo pero me molesta que alguno de mis jefes me diga que Dios ha bajado a la tierra para certificarles que no existe.

El hombre no debe dudar de la verdad, debe dudar del hombre. Y el hombre necesita dogmas, especialmente quienes los niegan, entre otras cosas porque, como concluía Chesterton, "sólo conozco dos tipos de personas: los dogmáticos que saben que lo son y los dogmáticos que no saben que lo son". Pero me asombra que sean los agnósticos los más dogmáticos, al menos si por ello entendemos el hombre que veta el derecho a la certeza y ejerce ese veto con una certeza aplastante e injuriosa.

Eulogio López

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