Templo de San Francisco el Grande, eucaristía de domingo, a mediodía. El sacerdote reparte la comunión con ayuda de un laico -bueno, de una laica-.

A medida que se aproximan ambas filas se produce un estratégico corrimiento del personal comulgante hacia la hilera del presbítero, mientras la susodicha laica se nos queda sin clientes. En vano intenta el mosén repartir juego. Nadie quiere recibir al Santísimo de manos de la señora, que, estoy seguro, es una santa.

Percibirán esos sutiles movimientos en muchas parroquias. Y no se trata de machismo. De hecho, son las mujeres las que se dirigen hacia el oficiante con más terquedad. Ocurriría lo mismo si se tratara de un varón. Sencillamente, hay que hacer un acto de fe para creer que quien toma las formas en sus manos y al mismísimo Creador está suficientemente preparado, con las dispensas necesarias -creo que conlleva incluso un cursillo- y por necesidad. En plata: me sorprende que en un monasterio no haya más sacerdotes disponibles para ayudar al compañero oficiante.

Pero es lo que se vive en algunas parroquias.    

Recibo esta 'revelación' privada por supuesto, pero con cierto sentido. Servidor no comulga en la mano porque se corre el riesgo próximo de que las tenga sudadas. Y tampoco repartiría la comunión, por la sencilla razón de que no me siento digno. Pero eso es lo que pienso yo y nadie tiene por qué acompañarme en la aventura: cosas mías. La Iglesia ha dictaminado que es el fiel quien decide si toma la comunión en la boca o en la mano y cuando yo pienso 'A' y la Iglesia 'B' soy yo quien debe quebrar mi voluntad, no a la Iglesia.

Simplemente apunto lo siguiente: la comunión en la mano es peligrosa por el aumento de las profanaciones en tiempos de cristofobia. En otras palabras, satánicos y chiflados, supongo que mitad por mitad, se acercan a comulgar y en lugar de ingerir la forma ante el oficiante la introducen en el bolsillo y se la llevan a su casa. La conclusión es obvia.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com