(Mateo 4, 1-11) Los ángeles somos espíritus. No tenemos ojos para ver pero lo vemos todo. Mejor dicho, lo vemos todo pero no miramos nada. Lo más parecido que vosotros tenéis a nuestra forma de conocer son los sentimientos. Nuestra voluntad equivale a vuestro corazón y, además, se identifica con la recta razón.

Por eso, hombres y ángeles nos diferenciamos, no sólo por nuestra forma de saber, sino también por la forma de concluir: nosotros poseemos plena certeza sobre nuestras visiones mientras vosotros, prisioneros del tiempo y del espacio, dudáis de vuestros sentidos y de vuestros sentimientos. La realidad es la que es y, en sus aspectos esenciales, el hombre no puede modificarla: sólo sufrirla o disfrutarla. El problema son los instrumentos de medición con los que cuenta. El hombre más parecido a un ángel sería aquel que poseyera algo así como sentimientos inteligentes, donde su percepción se acomodara a la realidad como un guante a los dedos. Pero he descubierto que existen pocos hombres con sentimientos y pocos hombres inteligentes. Con sentimientos inteligentes, no conozco ninguno. Me encanta poder disertar sobre este asunto en este foro, donde no podéis replicarme con argumentos tan peligrosos como el de que, si tan pobre es la condición humana, ¿Por qué el Creador de todo y de todos, hombres y ángeles, se dejó clavar en una cruz?

En el entretanto, los ángeles  seguimos pendientes de vuestro pequeño mundo, de vuestro tiempo, una inquietante situación que cambiará, como no podía ser de otra forma, al final de los tiempos. Aún entonces seguiréis siendo materia, seguiréis durmiendo, que es como una especie de muerte con resurrección programada, algo que, aunque no lo sepáis, los espíritus os envidiamos.

Aunque algo menos de lo que os envidiamos vuestra condición de seres redimidos, el hecho de que el Único se humillara, anonadándose hasta hacerse hombre con tal de salvaros. Hasta entonces los ángeles no éramos conscientes de lo mucho que os amaba. Personalmente, comencé a valorar ese afecto insondable por vosotros, los  anfibios de cuerpo y alma, en el momento de la encarnación y lo confirmé antes del calvario, con el episodio de las tentaciones que ahora voy a narraros. 

Hablo de lo que podríamos calificar como la tercera convención universal de espíritus. Aún hubo una cuarta y me temo que queda una quinta, la última.

La primera convención fue nuestra propia creación. Al igual que vosotros, los ángeles tenemos principio y no tenemos final. Nos creó antes que el espacio y el tiempo. El segundo hecho fue la rebelión de Luzbel, nuestra prueba de amor y de humildad, la gran batalla entre fieles e infieles. Ganamos nosotros pero yo perdí a algún amigo, cuyo nombre no puedo recordar, y eso es peor que morir. Sí, los espíritus no podemos morir pero sí ser derrotados, es decir, cambiar de bando. Debéis comprender que, en cuanto espíritus, somos simples. No alternamos, como hacéis los hombres, virtudes y defectos. Lo nuestro es el blanco y el negro. Elegimos una vez, y ya no elegiremos nunca más. Para mí se terminó la libertad, como a vosotros os ocurrirá tras vuestra muerte. Pero no, no tenemos virtudes ni defectos: somos virtud o somos defecto. Nuestra muerte es el destierro como la vuestra es el infierno.

Decía que la tercera convención ocurrió durante la encarnación, y es lo que vosotros conocéis como las tres tentaciones de Cristo, la única ocasión tras su expulsión a los Infiernos, en la que a los malignos se les dio poder sobre el Hijo de Dios hecho materia.

Entonces llegaron ellos, los desesperados, los que han renunciado a la plenitud y saben que no la hallarán jamás. Lo grave, entendedlo bien, no es que se rebelaran contra el Único sino que, al hacerlo, perdieron su propia esencia y toda esperanza. No desean, no pueden desear, ser otra cosa que lo que son. El único reflejo humano del demonio, dejando aparte al hombre condenado, es el enfermo de esquizofrenia, tan empeñado como aterrorizado por ser algo distinto de aquello para lo que fue creado.

Alguna vez me has preguntado si los ángeles podemos sentir miedo. La respuesta es doble: no, en cuanto ya hemos superado la prueba; sí, en el mismo sentido que puede sentirlo el amante por el destino del amado. El día de las tentaciones yo sentí miedo: el Creador parecía secuestrado por sus criaturas. Cuando llegaron, nosotros, guardianes del Único, en un movimiento instintivo, nos interpusimos entre los malignos y el Hijo del Hombre. Y entonces ocurrió lo impensable. Una fuerza desconocida nos mantenía paralizados. Los malignos atravesaban nuestras filas sin que pudiéramos interponernos. Por primera vez, observé paralizado al mariscal Miguel, estupefacto. Ni tan siquiera podíamos desenvainar nuestras espadas. Ellos atravesaban nuestras filas con una arrogancia que no se habían permitido desde su gran derrota, asombrados de nuestra forzada cobardía. Y se aproximaban a Su Majestad, es más, le cercaban, con el desleal al frente, ebrio de un poder que jamás le había sido otorgado.

Vosotros, los hombres, no podéis ver lo que no tiene forma y nada os produce mayor temor que lo numinoso. Todas vuestras blasfemias no son sino formas de ocultar vuestro pánico a lo espiritual, formas de conjurar vuestra nimiedad, que los hombres de la perdición jamás reconocerán.  

Miríadas de malignos se agrupaban a su alrededor. Nosotros estábamos tan confundidos como ellos: sabíamos que aquel hombre venía de Dios pero no nos atrevíamos a concluir que era Dios. ¿Y cómo saber que aquello formaba parte del plan de mismísimo creador? Lo supimos más tarde cuando Él mismo lo explicó. Ellos y nosotros estábamos en la inopia. Fue entonces cuando el maldecido Luzbel, mi antiguo superior, engreído en su soberbia infinita, le hizo una proposición que era, al mismo tiempo, una pregunta:

-Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan.

"Si eres…".

El Hombre-Dios llevaba 40 días en ayuno severo. Aunque sólo Él podía resistir tamaña prueba, no la resistía con gusto. Como ser hecho de carne, sólo que hecho a sí mismo, sentía un hambre calagurritana. En aquel universo detenido, respondió a Luzbel:

-No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.   

Los espíritus podemos sentir orgullo, podemos experimentar todos los vicios y todas las virtudes en grado sumo. A fin de cuentas, todas las grandezas y todas las miserias pertenecen al mundo inmaterial. Para nosotros, los apetitos sensibles. Como el hambre, no constituyen más que un ejercicio de pista. Lo utilizamos, pero no lo valoramos. Quiero decir que la respuesta de Cristo dejó a Satanás corrido y humillado. Para un ángel, especialmente para un ángel orgulloso, recordarle que el hombre no sólo vive de pan es como si regañaras a William Shakespeare por los errores de su métrica. Se le había permitido humillar a su Creador y era él el humillado.

Peo Luzbel insistía, ahora con sutilísima hipocresía, mientras el universo entero se paralizaba. Sí, el universo entero se ha paralizado muchas veces pero vuestros historiadores no tienen constancia de ello… quizás porque estaban parados.

El Maligno lo intentó por segunda vez. Nuestra visión, es decir, todo nuestro ser, se trasladó entonces hasta Jerusalén, al mismísimo pináculo del Templo, el que mira en dirección sureste, hacia el Valle del Cedrón, con Jericó al fondo, un alto poco aconsejable para los que padecen de vértigo. Ahora, la tentación de la carne daba paso a la del mundo, o sea, a la mundanidad:

-Si eres hijo de Dios –aquel espíritu ensoberbecido se mostraba incapaz de aceptar que aquel anfibio de cuerpo y alma fuera hijo de Dios-, arrójate abajo, pues escrito está: dará órdenes acerca  de ti a sus ángeles de que te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie con alguna piedra.

¿Comprendéis que esto es la historia de vuestras vidas? Luzbel había tentado primero con la carne, o sea, con el hambre. Ahora daba un paso más: ofrecía el poder sobre las leyes naturales que rigen el mundo y, con ello, sobre toda la humanidad. ¿Por qué habría de respetar, el Creador de ese mundo, sus propias leyes? Es lo mismo que piensan los tiranos que en la historia han sido. Luzbel pedía al Ungido que mostrara su superioridad con un vuelo acrobático, una exhibición de supremacía en toda regla.

Y, en esta ocasión, la respuesta me sorprendió, lo reconozco. Dado que el Emperador del mal, son insuperable cinismo, había utilizado las Sagradas Escrituras, había usurpado la palabra del Dios vivo, el Señor hizo lo propio:

-También está escrito: no tentarás al señor tu Dios.

Si hay algo que Dios no soporta es el fingimiento, la falta de autenticidad, la ausencia de rectitud de intención. No fue por casualidad por lo que lanzó aquel elogio a Natanael: "He aquí un verdadero israelita, en el que quien no hay dolo". No, no le gusta la doblez, ni en los hombres ni en los ángeles.

Peor el proceso continuaba. Entre los asistentes –los malignos y nosotros- cundió la expectación. La brillantez de Luzbel es proverbial. El mundo y la carne le habían fallado. Pero lo que ninguno nos atrevimos a imaginar fue lo que realmente sucedió. Aquella catedral de egolatría se iba a atrever con el enemigo más poderoso del hombre: él mismo: los demonios. Y conste que el nombre no le agrada. La concentración de Luzbel en sí mismo es de tal calibre que no le gusta que hablen de demonios, sino de demonio. Es, como dijo uno de vuestros escritores, un tal Clive Lewis, la parábola de la araña hinchada. Todos los demás, empezando por los suyos, han de ser una prolongación de su ser.

Nos encontrábamos en lo alto de un monte. Altísima montaña desde la que parecía observarse el mundo entero. El cielo se abría a los cuatro puntos cardinales en un día tan limpió que el horizonte no tenía final. Fue entonces cuando Luzbel, señalando el panorama, escupió el grito:

-Todo esto te daré si postrándote me adoras.

Sinceramente, pensé que aquel hombre, que era Dios aunque aún no supiéramos, tampoco nosotros, hasta que punto lo era, iba a fulminarle, a aniquilarle por su insuperable insolencia. Pero no, comprendí entonces que el problema de la ira no sólo es que no sea de Dios, es que es inútil. Cristo respondió en perfecta calma:

-Apártate Satanás, pues escrito está: al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo darás culto.

Frente al engolamiento de Luzbel, la sencillez de las últimas palabras del Ungido nos mostraron que Satán es, como cualquier otro ángel u hombre, un ser que vive de prestado. Ninguno podemos dar razón de nuestra propia existencia.

Y entonces la barrera se rompió. Los malignos fueron expulsados. Parecían espantajos zarandeados por el viento, ilusos que, por un momento, cegados por su soberbia, creyeron que habían aherrojado a Dios.

Se fue Luzbel rodeado de los suyos, sí, pero se fue muy confundido. ¿Cómo podía ser que su odiado Creador se rebajara hasta asumir la condición miserable del hombre? Y no me extraña que los malignos, en especial su jefe, se planteara tan inextricable cuestión. Yo también, todavía hoy, me la planteo.

Sé que la respuesta está en las primeras palabras del adolescente Juan Zebedeo, aunque ya no era adolescente cuando las escribió: "Dios es amor". Por amor creó y por amor amó. Pero esta gran verdad, diría que la única verdad, es fácil de decir y muy difícil de comprender. Se necesita toda una vida… de duración angelical.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com