No salgo de mi asombro, porque acabo de leer la crónica de Antena 3 que cuenta la visita que ha hecho a esta televisión el arzobispo de Madrid, el cardenal Carlos Osoro. Y todo porque don Carlos ha tenido a bien ir a tomarse un café al programa de Susanna, la de Antena 3, la Griso, la que se escribe con dos enes, al igual que Hosanna. El autor de la crónica dice del purpurado que es un hombre dialogante y conservador y, además, como el autor del reportaje, al parecer, es un enterado de los secretos del Vaticano, nos desvela que "el Papa le encomendó variar el rumbo ultraconservador de su antecesor Rouco Varela", y ya de paso nos informa que don Carlos Osoro "tuvo novia antes de entrar en la Universidad Pontificia de Salamanca para hacerse cura", lo que —si fuera verdad, que no lo es— queda bastante más intelectual que hacerse cura en un Seminario. Y si hasta aquí en la crónica de Antena 3 no hay ni una referencia transcendente, a continuación el plumilla nos regala la única guinda espiritual del pastel, mediante unas palabras que se las adjudica literalmente al cardenal y las pone entre comillas, quizás porque piensa el cronista que encierran un profundo raciocinio: "Mi gran aspiración —dice el gacetillero que dijo su Eminencia— es ser cura de pueblo, porque soy de pueblo". Y de sus alturas celestiales que no es que sean muy elevadas, el periodista de Antena 3 baja a las llanuras españolas para contarnos con todo detalle la actuación del cardenal de Madrid en la crisis de Cataluña, que por lo empalagoso que se está poniendo el procés, se puede contar de modo abreviado con esta frase: El cardenal Osoro declaró a Susanna que hizo todo lo posible para que se respetara la Constitución en Cataluña.
La Iglesia Constitucional había descubierto una nueva religión sin Dios y, por tanto, sus clérigos ya no son los representantes de la Divinidad, sino simples instrumentos del poder político.
Y por deformación profesional me ha venido a la memoria la historia de la Iglesia Constitucional que los revolucionarios franceses establecieron en el país vecino cuando aprobaron, el 12 de julio de 1790, la Constitución Civil del Clero. Y por aquello del principio de impenetrabilidad de los cuerpos, que de vez en cuando opera en los ámbitos religiosos, para establecer la Iglesia Constitucional en Francia los revolucionarios suprimieron la Iglesia Católica y persiguieron a muerte a los sacerdotes fieles a Roma, de manera que de los 70.000 curas que había en 1789, unos años después, entre los asesinados y los exiliados, sumaban la nada despreciable cifra de 40.000. Gobel y Gregoire se pusieron a la cabeza de la Iglesia Constitucional, que no era otra cosa que un tosco remedo de la Iglesia Católica, pero puesta al servicio del poder político. Porque la Iglesia Constitucional había descubierto una nueva religión sin Dios y, por tanto, sus clérigos ya no son los representantes de la Divinidad, sino simples instrumentos del poder político. Sus sacerdotes realizan cultos con procesiones y cánticos, pero en esos cultos está ausente Dios; parodian la religión, pero no tienen nada de religioso. Los sacerdotes de la Iglesia Constitucional ya no hablan ni del pecado ni de la gracia, ni de la condenación ni de la salvación eternas. Se limitan a bendecir árboles, edificios y fiestas civiles, además de recoger los juramentos políticos de fidelidad a la República y a la Constitución.
Los sacerdotes de la Iglesia Constitucional ya no hablan ni del pecado ni de la gracia, ni de la condenación ni de la salvación eternas. Se limitan a bendecir árboles, edificios y fiestas civiles, además de recoger los juramentos políticos de fidelidad a la República y a la Constitución.
Y una vez más, fueron los mártires, que los hubo por millares, y la resistencia de los laicos, los que salvaron a la Iglesia Católica en Francia, dando la espalda a la Iglesia Constitucional, jugándose la vida por proteger y esconder a los sacerdotes fieles a Roma y negándose a asistir a las ceremonias de esta Iglesia Constitucional sin Dios, que dejó de existir el mismo día que la Convención Termidoriana de 1795 se negó a pagar los sueldos de sus clérigos. Aunque bien es cierto que cuando el Estado francés dejó de pagarles, la Iglesia Constitucional ya era un cadáver: de los 83 obispos que la habían comenzado en 1790, cinco años después ya solo quedaban poco más de veinte, porque de los otros sesenta, doce murieron de muerte natural, ocho, como Gobel, en la guillotina, diez se casaron y el resto había abandonado; a sus clérigos les había sucedido otro tanto; y en cuanto a los fieles, decir que solo siguieron a los obispos constitucionales una exigua minoría de franceses que en el mejor de los casos no era superior al 5%. En contraste con la esterilidad vocacional de la Iglesia Constitucional, cuando las leyes permitieron que saliera a la luz la Iglesia Católica que vivía en las catacumbas y se pudo practicar con libertad la religión, se produjo una floración vocacional rica y santa en ordenaciones sacerdotales, entre ellas la del Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, que la recibió el 13 de agosto de 1815.
En la última rueda de prensa (José María Gil Tamayo) se ha pronunciado a favor de la huelga feminista del próximo día ocho de marzo.
Y todo esto no es bello, porque es triste, muy triste, aunque instructivo. Y es muy triste porque así se entiende el silencio de los obispos españoles, cuando un grupito de ellos, los catalanes, se reúnen y deciden transmitirnos mensajes políticos, bien alejados de los fines pastorales que tienen encomendados. No, el resto de los obispos que no son titulares de sedes catalanas no pueden decirles nada a los obispos catalanes porque les falta autoridad moral, porque entre ellos nadie puede tirar la primera piedra, o pudiendo arrojarla, porque no tienen pecado de complicidad con la política, no se atreven a hablar, que para el caso es lo mismo.
Lo más suave que se puede decir de José María Gil Tamayo es que ni huele a oveja, ni huele a las ovejas, porque no sabe ni cómo son estos animalitos ovinos.
El ejemplo más claro de cómo las autoridades eclesiásticas no saben por dónde les da el aire y se meten donde no les llaman, nos lo brinda cada semana su portavoz, José María Gil Tamayo (en la imagen), que en la última rueda de prensa se ha pronunciado a favor de la huelga feminista del próximo día ocho de marzo. Lo más suave que se puede decir de José María Gil Tamayo es que ni huele a oveja, ni huele a las ovejas, porque no sabe ni cómo son estos animalitos ovinos. Y por no saber lo que es un rebaño, José María Gil Tamayo no solo no va en ayuda de los cristianos perseguidos, es que encima los apalea, como hizo con el director del colegio Juan Pablo II, cuando Cristina Cifuentes le arrojó a los pies del fiscal acusándole de homófobo, y el portavoz de los obispos le aconsejó públicamente que fuera más prudente. El mismo comportamiento cobarde y mezquino de los que, cuando la ETA asesinaba a alguna persona, decían: "Algo habrá hecho". Javier Paredes javier@hispanidad.com