La barriada de Vallecas de mi infancia era, en su más pleno y verdadero sentido, un barrio proletario, algo bien distinto del significado que el marxismo da a esta palabra. Las calles siempre estaban llenas de niños, que jugábamos al fútbol en el asfalto de la calzada, por donde también circulaban los coches; y como los niños de Vallecas éramos muy considerados, cuando venía un coche… casi siempre deteníamos el juego y lo dejábamos pasar sin hacerle nada. La verdad es que no veían muchos, porque en mi barrio había muy pocos vehículos, desde luego muchísimos menos que niños porque, como ya he dicho, mi barrio de Vallecas de hace cincuenta años era un barrio proletario, muy proletario; por eso nosotros ganábamos por goleada a los coches, porque las familias de mi Vallecas de entonces tenían prole y algunas bastantes retoños.
Cuando se pierde el sentido de la vida, lo lógico es negarse a transmitirla.
Ahora, sin embargo, ya hay muchas casas donde vive la pareja y el parejo —perdón, es por cubrir la cuota de ideología de género impuesta por doña Cristina Cifuentes— sin niños, pero con dos coches, uno para cada parte integrante de la pareja y del parejo. Pero que Vallecas fuera un barrio proletario no quiere decir que fuera un barrio rojo. Cierto que en la transición se apoderaron de él los comunistas, pero cuando yo era niño, las cosas eran de otra manera. En mi parroquia de San Diego de la Avenida del mismo santo había procesiones de Semana Santa con legionarios incluidos, que escoltaban a un impresionante Cristo crucificado, cuya capilla cuidaba con esmero Fray Damián, que también sabía montar unos belenes espectaculares. Y naturalmente todos los domingos por la tarde había bautizos en la parroquia, yo diría que bastantes, porque las ceremonias duraban unas tres horas. Por aquel entonces, no había bautizos comunitarios, a los niños se les bautizaba de uno en uno y quedaban tan requetebién sacramentados que, a la salida de la iglesia, cada padrino mostraba su contento tirando un puñado de caramelos o confites a las pandillas de chavalines, que agradecidos le cantábamos para que nos tirase más: «Eche usted padrino, ¡Eche, Eche,  Eche! ¡Eche, eche, eche, no se lo gaste en leche!». Y con el mismo tonillo también usábamos otra letra justiciera contra el padrino tacaño y remolón, que se negaba a rociar el aire con caramelos: «Eche usted padrino, ¡Eche, Eche,  Eche! ¡Eche, usted padrino, no se lo gaste en vino!». Que la educación que nos daban entonces en barrio tan proletario, alcanzaba para llamarle a uno borracho con una metáfora.
El paganismo excita más el vómito que comer tocino a cucharadas.
Y a día de hoy ¡cómo han cambiado las cosas! Se ha roto la tradición y las tardes de los domingos ya no se ven salir bautizos de las iglesias, porque además de que desgraciadamente no todos se bautizan, hay muy pocos niños. Ahora desde luego y como ya he dicho, muchísimos menos que coches. Por este motivo el padrino es una especie a proteger, porque ya casi no quedan, ni de los que tiran caramelos a los niños, ni de los que se lo gastan en vino. Ya solo nos queda lo de la leche, porque me reconocerán que lo del suicidio demográfico de España es la leche, y no apta precisamente para el consumo ni de los padrinos ni de nadie, ya que esta es muy mala leche y es de difícil digestión para el desarrollo social y económico de España.
Pero en Bilderberg, donde acude el ministro Luis de Guindos, no se habla de estas cosas.
Y es una pena que el responsable de la economía española, Luis de Guindos, todavía no se haya enterado de la relación que existe entre la estrechísima base de nuestra pirámide demográfica y la economía. Claro que, además de ser una pena, también es comprensible, porque al parecer, de estas cosas no se habla en las reuniones del Club de Bilderberg, a las que con tanto aprovechamiento asiste el ministro. Año tras año, las cifras del Instituto Nacional de Estadística nos recuerdan que España se quiere suicidar, demográficamente, sin que ningún bombero trepe a toda prisa por la escalerilla para llegar al balcón y evitar que nuestra sociedad se lance al vacío, para acabar destripada contra el suelo. Una vez más, en el primer semestre de 2017 el crecimiento vegetativo ha sido negativo; se han muerto más españoles que han nacido. Durante los primeros seis meses de este año ha habido 219.835 entierros, y como ya no se pueden contar las almas por bautizos, diremos que han venido al mundo tan solo 187.703 españolitos, con lo que el crecimiento vegetativo negativo ha sido de 32.132 personas. Y lo que es peor, estamos en caída libre y vamos de mal en peor sin enmendarnos, porque también el primer semestre de 2016 tuvo crecimiento vegetativo negativo, pero de 10.145 personas.
Paternidad responsable es no tener contraceptivos y tener hijos.
¿Y esto por qué es? ¿Por qué los españoles no queremos tener hijos? No se me ocurre decir otra cosa que cuando se pierde el sentido de la vida, lo lógico es negarse a transmitirla. Somos los cristianos los que tenemos respuestas para la vida y para la muerte, y cuando se pierde el sentido transcendente de la vida no queda otra que lo de "comamos y bebamos que mañana moriremos", y este neopagismo grasiento en el que se ha atascado la sociedad española, por renunciar a sus raíces cristianas, además de no tener respuestas ni para la vida ni para la muerte, excita más al vómito que comer tocino a cucharadas. Y por seguir la pauta del "todo positifo" del entrenador Louis Van Gaal, hay que rematar este artículo con la solución del problema, porque existe y se puede explicar con pocas palabras. La respuesta que para ello tenemos los cristianos está magistralmente expuesta por el beato Pablo VI en la encíclica Humanae vitae (25-VII-1968), que se puede resumir en dos palabras: paternidad responsable.
No conviene confundir paternidad responsable con paternidad confortable.
Es decir, paternidad abierta a la vida y sin usar anticonceptivos. Porque una paternidad que echa mano de los artilugios o de las pastillas para no tener hijos no es de la que habla la encíclica del beato Pablo VI. Conviene leer con atención el documento pontificio, para no confundir la paternidad responsable con la paternidad confortable, que es su opuesta y conduce inevitablemente al suicidio demográfico. Javier Paredes javier@hispanidad.com