El cineasta François Ozon, al que le gusta ser transgresor en sus películas (recuerden títulos recientes como En la casa o Joven y bonita), asombra cambiando de registro y dirigiendo esta película llena de sensibilidad; una historia sobre el amor, la muerte, el remordimiento y el perdón. Año 1919. Tras la Primera Guerra Mundial, en una pequeña ciudad alemana la joven Anna va  todos los días al cementerio a la tumba de su prometido, muerto en combate. Un día observa que alguien extraño a la familia deja flores y pronto descubre que se trata de Adrien, un joven francés del que desconoce la relación que mantenía con el fallecido y que guarda para sí un gran secreto que le atormenta. Ozon toma como base un texto teatral de Maurice Rostand, que ya había sido adaptado al cine en el año 1931 por el mítico director Ernst Lubitsch en Remordimiento, uno de los pocos dramas de su carrera puesto que siempre será recordado por comedias tan inteligentes y divertidas como Ser o no ser o Ninotchka.  El director galo, intentando no imitar a este genio, cuenta el relato desde el punto de vista de la muchacha alemana lo que se traduce en una cinta totalmente antibélica sobre el sinsentido de la guerra, que se plasma en imágenes en una narración poética, donde se alterna el blanco y negro con el color dependiendo de la situación y los sentimientos planteados. La hasta ahora no demasiado conocida actriz alemana Paula Beer demuestra una gran expresividad encarnado a esa novia desolada y solitaria, que siente mucho cariño por los que iban a ser sus suegros, y que encuentra en el potencial enemigo francés un alma gemela: culta y elevada. Precisamente por amor recurrirá a la mentira piadosa, la única disculpable. Para: Cualquier aficionado al cine clásico Juana Samanes